Nos encontramos en Fortuna dos elementos argumentales que hacen de ella una propuesta muy interesante. Por un lado, un monasterio católico a más de dos mil metros, en los Alpes suizos y la comunidad monástica que lo habita; por otro, un grupo de inmigrantes venidos del sur y del este que han encontrado en ese lugar acomodo y acogida tras su triste y particular odisea.

Fortuna es una adolescente etíope que ha llegado hasta allí cruzando el mar (un mar tempestuoso que la asedia en sus pesadillas) y que en la larga travesía desde su lejano país ha perdido a sus padres, a los que añora y tiene presentes en sus plegarias. Además, Fortuna guarda un secreto que se resiste a compartir. Desearía vivir toda la vida con un inmigrante como ella, Kabir, también alojado en el monasterio; pero las cosas no suceden como le gustaría.

El desarrollo del argumento es lento, detenido, como si deseara captar la serenidad del lugar y fuera consciente de estar en un mundo donde no tiene cabida la prisa. Hay dos secuencias poderosas que de alguna manera actúan de eje transversal de la propuesta del realizador suizo Germinal Roaux.

En la primera de ella, asistimos a la asamblea que celebra la pequeña comunidad de monjes. En ella dialogan sobre la decisión, oportuna o inoportuna, que tomaron en su día de acoger en las estancias del gran edificio donde habitan a los inmigrantes que en él se encuentran. Alguno de ellos siente que la zozobra vital de esas personas, su simple presencia, le ha privado de la soledad y el silencio que había ido a encontrar en el monasterio; otro aduce solamente las palabras de Jesús, “lo que hagáis a estos pequeños, a mí me lo hacéis” expresando la responsabilidad que tienen de vivir mirando la realidad que les rodea y ofreciendo lo que poseen para atenuar la necesidad de tantos que sufren. No hay en el discernimiento que hacen virulencia ni crispación. Es un diálogo tenue, palabras serenas, un compartir suave. Es una secuencia que nos mira, denuncia indiferencias y nos hace caer en la cuenta de lo esencial. Por su desarrollo guarda, a mi entender, un paralelismo notable con la asamblea de los monjes de Thibirine cuando, en De dioses y hombres, dialogan sobre continuar o no en el monasterio argelino en que vivían aun cuando su permanencia ponía en peligro su vida. En este caso no peligra la vida física de los monjes, tal vez sí su estilo de vida, que acaba ocupando un lugar secundario en sus prioridades ante las urgencias que la realidad pone ante ellos.

La segunda secuencia, ya terminando la película, es otro diálogo interesante entre el prior del monasterio (interpretado por el gran actor alemán, Bruno Ganz) y el trabajador social que atiende las necesidades de los refugiados. El tono descreído, el espíritu práctico y algo amoral de éste choca con las convicciones del monje que, no obstante, se muestra acogedor y denunciador de tanta indiferencia y tantas soluciones fáciles a conflictos de hondo calado para quienes los viven.

Es Fortuna una película merecedora de nuestra atención, que suscita inquietudes, invita a sumergirse en su calmado desarrollo y a permanecer dispuesto a entrar en su propuesta. Formalmente, es muy bella (casi podría parecer excesivamente esteticista abordando el tema que trata). Rodada en blanco y negro, unas veces luminoso y resplandeciente lleno de la blancura de la nieve y las altas montañas, o de la luz que inunda las habitaciones del monasterio; y otras, oscuro y en penumbra, tamizado por la luz de una vela o la oscuridad de una estancia en la que la pequeña Fortuna suplica a Dios o a sus padres (tanto da) verse libre de la soledad impuesta en que se encuentra.

 

Antonio Venceslá Toro, cmf

 

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