Un joven salía de un club nocturno de Río de Janeiro, ya de madrugada, y vio a dos trabajadores durmiendo sobre tablas al borde de un edificio en construcción. «Entonces -dijo él- entendí la frase de una samba que había cantado: solo quien no sabe de las cosas es capaz de reírse…»
De las cosas que dan la vuelta al mundo nosotros sabemos muy poco. Recordamos a los turistas que caminan juntos, de monumento en monumento, siguiendo el mismo guía, como diciendo: el mismo periódico, la misma radio, la misma televisión, el mismo Internet. Cuando el guía manda, todos miran a la izquierda o a la derecha. Si alguien se aleja, el guía levanta una banderita, para que todos puedan verlo y oírlo. Al final, todos compran los mismos recuerdos y hacen las mismas fotografías. Porque, al fin y al cabo, todos han visto y oído lo mismo; en todos reina un pensamiento único.
Dicen que el mundo se ha convertido en una aldea global. Si vamos a Estados Unidos o al Chad, ahí están las infalibles coca-colas, las infalibles hamburguesas, los eternos vaqueros, el mismo tipo de aviones en el aeropuerto, idénticas marcas de coches en las carreteras. Y, sobre todo, las mismas leyes del mercado. Las mismas noticias difundidas por las agencias.
Y como nosotros estamos bien, concluimos que todos están bien. Pero basta salir del recorrido organizado y abrir los ojos, para descubrir pronto los enormes contrastes y empezar a hacer preguntas: después de todo, ¿qué se está globalizando? ¿La vida o la muerte? ¿El progreso universal o el bienestar para algunos, a costa del malestar para muchos?
Sobre este mundo sin alma, que nos obligan a aceptar como el único posible, Bartolomé Bennàssar escribió: «No hay pueblos, hay mercados; no hay ciudadanos, hay consumidores; no hay naciones, hay empresas; no hay ciudades, hay aglomeraciones; no hay relaciones humanas, hay competitividad, empujones, fraudes, corrupción…».
La brutal concentración del poder económico y del poder de los medios de comunicación social hace que los ciudadanos sean poco comunicativos y pasivos. La dictadura de la palabra única y de la imagen única es tan devastadora como la del partido único: produce consumidores dóciles y espectadores pasivos, en serie, a escala planetaria, relegados al rincón de su bienestar o de sus asuntos privados (que son, generalmente: ganar, disfrutar, subir, poder…).
¿Pero realmente tiene que ser así? ¿No habrá otro remedio que pegar en la puerta de este Infierno la terrible frase: «Pierde toda esperanza, tú que entras aquí”?
De ninguna manera. Creo en la grandeza del ser humano: en su libertad, en su potencial de sueño y de revuelta. Siempre habrá hombres y mujeres dispuestos a viajar solos, sin programa y lejos del guía, recorriendo caminos libres y no frecuentados, descubriendo y haciendo cosas nuevas. Personas capaces de evitar algunas tentaciones y de aplicar algunos remedios.
La primera tentación es la de contemplar el mundo desde el balcón, o desde la distancia, con insensibilidad o, peor aún, desde los intereses privados. La comodidad burguesa puede entorpecer nuestros ojos y nuestro corazón y, como «a pesar de todo, nunca se ha vivido tan bien», llevarnos a la tentación de «ser felices solos» y de no sentir «la angustia de la miseria universal», como decía Raúl Follereau. Bartold Brecht censuraba a los que de ese modo silbaban al aire: «Deportaron a los negros, pero no me importó, porque yo no era negro; deportaron a los judíos, pero tampoco me importó, porque tampoco soy judío; ahora me llevan a mí, pero ya es tarde». La indiferencia debilita la disponibilidad.
El remedio consiste en dejarse tocar por la realidad con pasión y compasión; ejercer el derecho a la indignación y alterarse. Al principio de las acciones y de los intentos para resolver los problemas está siempre la mirada «alterada», dolida por el dolor ajeno, apasionada. Este sufrimiento y esta pasión nos hacen salir del aislamiento egoísta y lejano y nos arrojan a un compromiso activo, cercano, solidario.
Cambiar es indignarse contra la situación y después intentar modificarla. No basta con hervir interiormente, hay que hacer algo para que la situación sea menos indigna y menos injusta.
Pero también hay que evitar la tentación de llevar gafas oscuras, de tener una visión derrotista y catastrófica de la realidad. Hacer discursos condenatorios no cambia nada. Confucio tenía razón: «Más vale encender una lámpara que maldecir las tinieblas».
La realidad ciertamente no es rosa. Es más, deberíamos llamar a las cosas por su nombre y no enmascararlas, como hacen a veces los medios de comunicación:
«No mientas, redactor, a los jefes. / No escribas que «murió», / di: «lo mataron». / «No pongas «pulmonía», / pon: «aplastado». / No digas que «era viejo»,/ dice: «lo envejecieron». / Murió «por la noche»:/ «por desamparo». / Su casa no era «humilde»:/ era agua y barro. / No mientas, redactor, a los jefes. / No cambies las palabras/ del diccionario. / Era tu hermano/ era tu hermano» (H. L. Alonso).
Sin embargo, una cosa es no ser ingenuo y otra ver todo tan negro como un pozo sin fondo. Es importante mirar al mundo y a las personas con infinita simpatía, con un amor desbordante, con una profunda y sincera comprensión, con la intención de redimirlas y perfeccionarlas.
Porque la tentación más peligrosa se llama pasividad, resignación estéril: «no puedo hacer nada».
Eso no es verdad. Puedo vivir con sobriedad, sencillez y solidaridad, para hacer algo por los ancianos desamparados y los sin techo, los drogadictos y los desempleados, los inmigrantes y los excluidos, al tercer y el cuarto mundo. Con mi presencia servicial y portadora de energía, puedo ayudar a los necesitados a recrear sus dinamismos vitales: la confianza, la autoestima, la identidad, el ánimo… Puedo formar parte de redes sociales y participativas. En resumen, puedo hacer… un montón de cosas.
Lo que no debo hacer es preguntarme qué pueden hacer los demás por mí en lugar de preguntarme qué puedo hacer yo por ellos.
Abílio Pina Ribeiro, cmf
(FOTO: Point Blanq)