«Si una situación es definida como real, esa situación tiene efectos reales», o eso afirmaba el teorema de Thomas. Si piensas que eres idiota, torpe, feo o incapaz, seguramente tus cualidades acaben achicándose hasta adecuarse al molde de tus pensamientos.
Robert K. Merton estaba de acuerdo, y se refirió a la profecía auto-cumplida, a predicciones que, al ser expresadas, estaban creando cauces para que la historia toda se orientara, casi sin saberlo, hacia la realización de las mismas.
Y esto que sucede con la historia global, con el movimiento de nuestras sociedades, tan llenas de mitos, pre-comprensiones, temores y sueños, me sucedió también a mí.
Yo era un adolescente, frágil como todos y sin grandes perspectivas. Iba al colegio, tenía mi grupo, y frecuentaba sueños a la medida de nuestro tiempo. Nada espectacular. Nada especial. Sólo uno más, con las inseguridades cotidianas y algún complejo negado en la mochila.
Un día, un hombre sabio y, como no, algo anciano, se cruzó en mi camino. Él, mitad profeta, mitad mentor, reconoció en mí algo más de lo que yo conocía, y me puso delante una meta con la que jamás había soñado: ser grande, ser guía, ser amigo y pastor. Su profecía me puso en movimiento, su esperanza me dio fuerza, y su fe en mi me permitió confiar.
Hoy, unos años después, no necesito saber si él creyó en mí por lo que veía o por la intuición de una bondad que todavía no existía en mi interior. En cambio, estoy seguro de que debo mi grandeza a quienes confiaron en mí, y creo que detrás de cualquier adolescente permanece, mitad oculta, mitad ausente, la posibilidad de un crecimiento que no tiene fin. Sólo tenemos que ayudarles a creer, regalándoles palabras que, un día, tomen vida en sus cuerpos.
Todos necesitamos mentores.
Todos podemos ser profetas…
Martín Areta Higuera, cmf