Quincuagésima séptima «gota»: El borrico (II)

En un contexto en el que Claret nos presenta sus propósitos de vida penitencial nos habla ahora del cuerpo bajo la imagen del borrico (cf. Aut 759 – 760). El cuerpo, como un mal borrico, se deja llevar por los placeres y se resiste a una vida disciplinada y ordenada. El cuerpo necesita ser gobernado para que no se crezca y piense que en esta masa multiforme de huesos, carne, músculos y tendones está el ser de la persona. ¡No!, sin descartar el cuerpo, la persona es mucho más. Y prueba de esto es que todos hemos experimentado en algún momento como una palabra ofensiva causa más dolor que un fuerte golpe. Hay algo más que nos duele que el mero físico. Ésta es la razón por la que en el Sermón de la Montaña Jesús pretende llevar la plenitud de la Ley (cf. Mt 5,17-19), entre otros preceptos, al “no matarás”; matamos, cuando poseídos por la cólera, insultamos u ofendemos con la palabra al hermano (cf. Mt 5,21-22).

                En definitiva, este cuerpo nuestro, al que con tantísima frecuencia mimamos y damos culto, tenemos que domeñarlo como a un mal borrico ejercitándonos en las virtudes evangélicas para que pueda llevar a Cristo a todas partes, y tener bien claro que sin Él no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5).De lo contrario nos puede pasar como aquel burro del cuento:

                Una vez un burro vanidoso llegó a su casa muy contento y orgulloso. Su mamá le preguntó: “Hijo, ¿Por qué estás tan contento y altivo?”. El burro vanidoso le respondió: “Ay, mamá, ¿sabes que cargué a un tal Jesús, y cuando entramos a Jerusalén todos me decían: ‘¡Viva, viva… salve… viva, viva!’ y alfombraban el suelo al pasar y me recibían con palmas y flores?”. Entonces la madre, con una mirada de cariño y larga experiencia, le dijo: “Vuelve otra vez a la ciudad, hijo mío, pero no vuelvas a cargar a ese tal Jesús, entra tú solito”. Al otro día el burro vanidoso fue, y de regreso venía triste y lloroso. Al llegar a la casa con gran lamento le dijo a su madre: “Ay, mamá, no puede ser, no puede ser…”. Ella le preguntó: “¿Qué te pasa, hijo?”. “Mamá, nadie se fijó en mí, me echaban del lugar a donde iba, pasé desapercibido para casi todo el mundo, y al final me echaron de la ciudad”. La mamá se le quedó mirando con gravedad y ternura, y le dijo: “Eso te pasó, hijo mío, porque sin Jesús eres solo un burro”.

                Efectivamente, así es, sin Jesús no somos nada, absolutamente nada. San Pablo nos recuerda que el gran valor de nuestro cuerpo está en que es templo del Espíritu de Cristo; por lo tanto, no nos pertenecemos para hacer con nuestro cuerpo lo que queramos, pues hemos sido comprados a precio de la Sangre de Cristo, y con él hemos de dar gloria a Dios (cf. 1Co 6,19-20).

Todo lo que sea domar, sin herir ni maltratar, a este “mal burrito” para que lleve con dignidad a Jesús, el Señor, mucho bien nos hará.

Juan Antonio Lamarca, cmf.

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