Morirse de envidia

La figura del diablo está hoy de moda, por más que muchos repitan que no, que no le demos más vueltas, que ese ser solo existe en nuestra imaginación… No entraré ahora en el interesante debate acerca de su existencia y de su naturaleza. Aquí me vale solo para empezar esta reflexión. Los que escriben sobre diablos coinciden en reconocer que esos seres -como corresponde a la profesión demoníaca- conocen a la perfección los vicios humanos.

Uno de esos vicios es la soberbia, madre de la envidia. Como dicen los alemanes: “la soberbia ataca con dos dardos: la ira y la envidia”. Es fácil reconocer la soberbia en nuestras reacciones airadas frente a quien aspira y consigue lo mismo que nosotros suspiramos. Nos preguntamos con enojo cómo ese tal tiene más suerte sin estar mejor preparado que nosotros para alcanzarlo. De ordinario comenzamos envidiando cosas banales (pequeños triunfos, viajes, vestidos, dinero, simpatía, atractivo físico…); cosas, en el fondo, mezquinas. Pero cuando la envidia ha hecho mella en nuestra alma soberbia, ya no nos deja espacio para el control, ni siquiera para el sentido común. Nuestro corazón narcisista se llena de rabia y nos empuja a considerar al otro como adversario indeseable sólo por causa de la envidia. El Papa Francisco comenta que la envidia es “el vicio amarillo como la ictericia, la enfermedad del hígado que produce un color amarillento”. El amarillo es el color de la muerte. Los cadáveres tienden a ser amarillos. De ahí que usemos la expresión “morirse de envidia”.

Al compararnos lo convertimos en “adversario”. En latín “adversus” es uno que está contra nosotros, o al menos le consideramos como tal. En virtud del sentimiento que suscita lo convertimos en enemigo, rival, antagonista, competidor, … Y una oscura sombra de antipatía y repulsión nos envuelve de tristeza y de disgusto. A veces, ¡ay!, nos lleva incluso a odiar hasta la muerte. En las primeras páginas de la Biblia, la historia de Caín y Abel nos habla de envidia. Caín acabará matando a Abel sólo por comparar los resultados de sus ofrendas a Dios, frente a las de su hermano.

Hasta cierto punto es verdad que la envidia es uno de los motores que mueve la historia de la humanidad, porque lleva a la especie humana hacia la superación. Pero no debemos ser ingenuos ante el reclamo seductor del ser competitivos que, sin reglas, nos convierte en salvajes. Es necesario librarnos del “síndrome del adversario” para no morirnos de envidia. Esa liberación exige un entrenamiento paciente y metódico que tiene como programa lo que decía san Pablo: “Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber… No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con la fuerza del bien” (Rom 12, 20-21).

 

Juan Carlos cmf

(FOTO: Peter Forster)

 

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