Memorias de China (Pablo Olmedo, cmf)

En un texto anterior de esa sección «Compartiendo Vida. Creciendo en cordialidad» ya reproducíamos un texto de Pablo Olmedo, cmf sobre su etapa de misionero en Filipinas. Traemos ahora otro que nos ha hecho llegar y donde cuenta su experiencia en China, en la década de los 90.

En la década de los 90, la Congregación claretiana estableció su presencia misionera en varios países, y la nueva misión en China, como las demás fundaciones, ha contado siempre con la disponibilidad de un buen grupo de voluntarios.

Fuimos enviados 5 misioneros, desde 5 países y 3 continentes. Traíamos los corazones llenos de entusiasmo y vida, y de ilusión misionera, puesta a tope.

Dada la intolerancia del gobierno comunista chino a la presencia de religiones extranjeras en su territorio continental, vinimos a fundar a Taiwán (antigua Formosa), a esta isla verde y montañosa. Con una superficie inferior a la de Extremadura, cuenta en la actualidad con una población de 23.4 millones, asentada principalmente en zonas costeras y litorales, de la cual unos 270.000 son católicos, es decir, el 1.15%.

Nos asentamos en Taiwán, donde hay libertad de religión, con  la esperanza de poder pasar pronto al gran continente chino, de 1.400 millones de habitantes y así, continuar la misión claretiana que hacía entonces 50 años fue reducida, como las demás misiones en China, a un montón de escombros, chatarras retorcidas e ilusiones destrozadas.

A pesar de mis 17 años de vida misionera en Filipinas y de la proximidad geográfica, aquí los comienzos fueron difíciles y todo me resultaba diferente: idioma, religión, clima, moneda, costumbres…y ahí comenzó mi inculturación: asimilación de la nueva cultura, costumbres, normas y tradiciones…moldes sobre los que ir vertiendo, traducido “a lo chino”, el mensaje evangélico y los valores del Reino.

Unos 2 años de inmersión en la lengua y cultura chinas y tras una reflexión comunitaria seria sobre “lo más urgente, oportuno y eficaz” (nuestra norma claretiana de actuación misionera), optamos por asumir la responsabilidad pastoral de una parroquia y también por el servicio misionero de la Palabra por medio de una casa de ministerios.

La parroquia encomendada a nuestra comunidad claretiana (donde ejercimos el ministerio 2 claretianos) está situada en el campus del colegio católico Sagrado Corazón de Jesús, fundado en el comienzo de los años 50 con una docena de alumnos por un sacerdote chino huido de los comunistas del continente, y tiene en la actualidad un alumnado de 4.600 estudiantes, de los cuales sólo 14 son católicos. La universidad católica de Taipé, con una población estudiantil de 22.000, cuenta con menos de 120 católicos.

En 1996,con ocasión del 1º centenario de la fundación de la misión jesuita en la provincia continental de Anhwei, varios jesuitas de Taiwán obtuvieron un permiso especial del gobierno comunista para poder visitar la zona. Parte de dicha misión había sido cedida a la Congregación claretiana en 1932 y 2 claretianos nos uníamos a la expedición.

Tras un minucioso registro en la aduana, nos asignaron la quinta planta de un hotel, destinada para extranjeros, y dotada de un exhaustivo control militar. De allá, nos dirigimos a la antigua misión.

Era ésta la primera visita a nuestros antiguos cristianos. Para ellos, su primer contacto con los misioneros después de 50 años de persecución, sufrimiento y condenas.

La acogida fue impresionante. Anochecía ya. Allá estaban todos. Eran cientos. Venidos de toda la región, traían en sus manos, elevadas en alto, antorchas Y velas encendidas…el símbolo de su fe. Esa fe, por la que muchos otros fueron martirizados. Esa fe por la que muchos de ellos sufrieron 30 años de condena a trabajos forzados en campos de concentración.

El resplandor del fuego revelaba, marcado en sus viejos rostros, el sufrimiento de tantos años de ultrajes y vejaciones, injurias y amenazas, persecuciones y encarcelamientos, condenas y torturas…por permanecer fieles a su fe.

Yo, contemplando ese mar de luces, recordaba qué es ser luz del mundo.

De repente, gritos espontáneos de emoción aquí y allá -«¡¡¡Vivan los misioneros!!!»- rompieron el silencio de la noche, mezclados con aplausos y llantos de alegría.

Aquella noche, los pobres compartían con nosotros se fe y su cariño…el tesoro de sus vidas.

Aquella noche, en el resplandor de las llamas, los ojos de todos, los suyos y los nuestros, brillaban intensamente, con una renovada esperanza.

Pablo Olmedo García, cmf

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