Los defectos del prójimo

En el trato diario, en el trabajo, en las relaciones familiares, en el grupo… es imposible evitar roces y contrariedades. Hemos de soportarlos. Cuando las personas nos resultan realmente molestas, llegamos a irritarnos y enojarnos. Molesto es aquel que nos resulta fastidioso; quien nos importuna, nos incomoda y mortifica. La persona molesta resulta siempre cargante.

Frente a quienes nos fastidian nunca deberíamos esgrimir ni la pasividad ni el contrataque. No nos mejora la resignación ni el aguante, pero tampoco la reacción violenta –en tantas ocasiones desproporcionada y salvaje-. Tal violencia la solemos expresar de tres maneras: La física, como es el maltrato, más frecuente de lo que a veces se piensa; la verbal, como es el insulto en su ilimitada diversidad de expresiones; y la mental que es la acusación interior y el desprecio.

Nuestras mejores energías deben ir dirigidas, ante todo, a prevenir nuestras reacciones incontroladas que nunca arreglan nada, sino que lo complican todo. Pero ¿cómo hacer? Pueden resultar buenas estas indicaciones.

  • Confiar en la eficacia de las pequeñas acciones positivas. Es el continuo proceso de hacer el bien a todos. Ese intento modesto y continuado acaba logrando un clima respirable.
  • Contagiar. El crecimiento pasa por la imitación de actos excelentes y no por la aplicación de reglamentos o el respeto a leyes. No se aprende la virtud sin mímesis.
  • No malgastar energías ni en discusiones que no llevan a ningún sitio, ni en lamentaciones inútiles. Reservemos nuestra fuerza mental y espiritual para perseverar en el bien.
  • Frecuentar la compañía de personas positivas. Nos acabamos pareciendo a ellas. Las personas positivas se esfuerzan en mejorar en vez de columpiarse en lo negativo.

Pero con todo, el mantenimiento de las buenas relaciones nos hace pasar por la corrección fraterna, el embarazoso gesto de la corregir al otro. El mismo Jesús le dedicó una reflexión pedagógica (cf. Mt 18, 15-18). Tiene un valor especial con los amigos. Y exige tener el coraje no sólo de ser sinceros mostrando al amigo nuestros defectos, sino de conseguir que él vea los suyos. Con frecuencia se ignoran por la típica y común ceguera causada por el orgullo.

Es una operación difícil e incluso escabrosa, porque bordea el riesgo de romper la relación. Para llevarla a cabo, lo primero es ser francos para declararle nuestras limitaciones; pero luego hay que aventurarse a hacerle ver los suyos. Y ese terreno lleno de minas exige actuar con toda cautela, delicadeza y transparencia. Los verdaderos amigos ven nuestros errores y nos los señalan; los falsos amigos los ven y se los indican a los demás.

 

Juan Carlos Martos cmf

(FOTO: mariavs)

 

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