Tengo un montón de madres.

La primera me dio la leche y recuerdo que una vez me la dio (y bien merecida) con su zapatilla. Cristina era su nombre.

Me dolió el corazón por ella la primera noche que dormí fuera de casa. Cuando tenía once años, empecé a mirar el cielo estrellado y a meditar con anhelo: «Esa estrella está sobre mi tierra».

De adulto, escuché tres veces su consejo: «Deberías escribir tu vida, y era una novela». Desde entonces, sentí que debía convertirme en una obra de arte.

Otra vez salió de su boca esta admirable expresión, como si no dijera nada: «Mientras tú estés bien, yo soy feliz. ¡Y durante años he estado dando palos de ciego tratando de hacer una afirmación de la misma generosidad en mi vida!

Ya anciana y sabia como una fuente, me enseñó también un dicho hermoso: «Aquello que tiene padres no es viejo». Siempre fui el niño al que le preguntaba si el viaje había ido bien, si ya había ido al médico o si ya había celebrado misa.

Cuando ella me dejó, mi vida se partió en dos: «antes» y «después». Cuántas veces, medio dormido, medio despierto, me decía: «Tengo que ir a casa a verla», pero luego caía en la realidad y sentía un estremecimiento: «Ahora, eres huérfano, terriblemente pobre. Ya no la verás más con el Rosario en la mano ni llenando la casa con su ternura».

Me consolaba entonces con la idea de que yo era su orgullo y que ella me decía: «Tienes una vida muy bella». Mi fidelidad sería el mejor homenaje.

A esta madre debo haber conocido María, Madre de Jesús, y aprendido a verla como realmente era. La mujer anónima que subía con su cántaro por las sinuosas calles de Nazaret. Que pasaba el día preparando la comida o cogiendo la aguja y la escoba. Que vivió la viudez, con la muerte de José y la partida del Hijo para las andanzas de la evangelización. Que, al decir su alegría en el Magnificat, se acordó de los oprimidos y de los humildes. Que permaneció de pie en el Monte Calvario, tragando las lágrimas y los sollozos, durante la ejecución infame de Jesús. Que, bajo su pobre manto materno mantuvo unida la familia cristiana, antes y después de Pentecostés.

Vivió de la fe y de las obras, y no de los milagros. Fue una mujer de carne y hueso y no una semidiosa. Fue una simple aldeana y no una princesa. Espléndida, sí, pero permaneciendo pequeña y olvidada. Perla divina sin traicionar el barro humano. Mar de tribulaciones y modelo de alegría.

Que Dios me guarde en el cielo estas dos madres. Desde allí velan por la tercera, la santa Iglesia, que es madre y maestra de todas las personas. Una anciana llena de arrugas y maldad, pero también llena de encanto y sabiduría. A esta «patria espiritual” mía, le recité una vez más los versos de un poeta: «Aunque fueras pequeña/ y te viera pobre y desnuda. / Nadie ama a su Patria por ser grande, / pero sí por ser la suya».

Las tres madres, las veo entrelazadas como flores de la misma rama. Me acompañan invisiblemente y ocultan mis necedades ante el Padre celestial. Limpian las manchas que los pecados dejan en la ropa interior de mi alma, lavándola en el río del Espíritu Santo, que brota de Cristo glorioso.

Las tres vendrán un día a recibirme y yo correré, niño para siempre, a lanzarme en sus brazos. Esos brazos que toda la vida me rodearon, convirtiéndose en un espejo del amor oceánico de Dios.

¿No es Él un Regazo acogedor y envolvente, o un bosque de brazos paternales y maternales?

Abílio Pina Ribeiro, cmf

(FOTO: Il Ragazzo)

 

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