LAS LUCES DEL CIELO Y LAS LUCES DE LA TIERRA

«La sombra de Dios es vasta» – decía Frederico Nietzsche, después de anunciar que Dios había muerto. Dios había muerto y, por eso, los seres humanos habían quedado huérfanos, solos en la tierra, sin fundamento alguno para poder afirmar que son iguales en dignidad y en valor. Somos efectivamente desiguales – continuaba Nietzshe – y las éticas fundadas en la igualdad, si persisten, es porque la sombra de Dios se proyecta aún sobre el mundo. Cuando el sol de Dios se apague por completo y ni siquiera quede la sombra de él, entonces la moral de los más fuertes acabará por vengar.

Fue lo que de algún modo sucedió, trágicamente, en la época de Hitler. En nombre de la superioridad de la raza aria, que se quería pura y dura como el acero, miles de seres humanos fueron bárbaramente aniquilados.

El marxismo-leninismo intentó igualmente barrer del horizonte el sol de Dios y su propia sombra. Pretendía establecer una sociedad sin clases. Pero como sin padre no hay hermanos, iguales en derechos y deberes, lejos de crear un mundo fraterno acabó por suscitar rebaños de esclavos, a menudo víctimas de nuevos campos de concentración y holocaustos semejantes a los del nazismo. «Si Dios no existe, todo está permitido» – observaba, con tristeza, Dostoiewski. El obispo Fulton Sheen constataba a su vez: «Los que apagan las luces del cielo apagan simultáneamente las luces de la tierra».

¿Pero no se han cometido, a lo largo de la historia y en los días de hoy, avalanchas de crímenes en nombre de Dios? ¿En los cinturones de las policías nazis no se escribía: «Dios está con nosotros»? ¿Los cruzados cristianos no empaparon de sangre la Tierra Santa gritando: «Dios lo quiere»? ¿Hace más de quinientos años, judíos españoles y portugueses no fueron obligados a emigrar, o quemados por la Inquisición, a fin de «preservar la fe», como se decía (en vez de decirse que era, generalmente, para cazar sus posesiones)? En nombre de Alá, el 11 de septiembre de 2001, ¿aviones suicidas no arrasaron las torres gemelas de Nueva York y se llenaron de gente que quedó sepultada en los escombros?

Hoy se repite mucho, y es verdad, que «no hay paz mundial sin paz religiosa, y que no hay paz religiosa sin diálogo entre las religiones». ¡Cuántas guerras y cuántos odios de carácter religioso no han sembrado el asombro y el terror!

Sin embargo, no me sale de la cabeza que esto deriva muchas veces de la deformada imagen que se tiene de Dios. Y que el mensaje de Cristo puede arrojar una luz decisiva para entender el fondo de la cuestión y contribuir a la solución del problema. La fe cristiana en Dios hecho hombre establece que el verdadero culto a Dios pasa por el culto al ser humano. No se puede amar a Dios sin amar al hermano que tenemos a nuestro lado. No se puede considerar auténtica una vivencia religiosa que no promueva la dignidad humana.

Siendo Dios Amor y Vida, siempre que movemos un dedo para añadir la vida física o espiritual de una persona, Dios es glorificado. Y es por nosotros ofendido, cuando nos degradamos a nosotros mismos o a nuestro semejante.

Las religiones mundiales, durante milenios, fueron «religiones separadas». Menos mal que hoy han comenzado a dialogar. Han encontrado puntos en común, preocupaciones compartidas como la lucha por los derechos humanos, la defensa de los más desfavorecidos o el compromiso en favor de la paz. A esta forma de diálogo se va añadiendo el deseo del mutuo conocimiento, de la comprensión del amor.

Hoy como siempre, las religiones tienen dos responsabilidades sublimes: unir y construir.

La fe en el Dios único, Padre universal, no puede seguir otra lógica que la de la unión y del amor, ya que todos los hombres y mujeres de la tierra están cubiertos por la misma sombrilla divina. La verdadera fe lanza un puente para todos los pueblos, más aún para todos los seres del universo, como Ibn’ Arabi cantaba, ya en el siglo XIII:

«Mi corazón se convirtió

en un prado de gacelas

y un claustro de monjes cristianos,

en un templo de ídolos

y Kaaba de peregrinos:

profeso la religión del amor

y voy adonde me lleva

su cabalgagadura».

Las oraciones y el culto valen en la medida en que sean savia creadora de bondad, acogida, solidaridad, comprensión y alegría de vivir. Adorar significa volverse en cuerpo y alma hacia el acto creador de Dios, a fin de construir, ladrillo a ladrillo, cómo se construye una casa, un mundo cada vez más fraterno, más justo y más respetuoso de los derechos humanos. Un mundo sin odios ni destrucciones de ningún tipo.

Aquellos que mantienen encendidas en su pecho las luces de lo Alto serán los primeros en encender las luces de esta Tierra…

 

Abílio Pina Ribeiro, cmf

(FOTO: Cristian Asame)

 

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