Vigésima «gota»: La música

También una “música” le daba pie a Claret para hablar del “cántico eterno y nuevo del cielo” (Aut. 336). No es de extrañar que ante una situación de bienestar muy grande se haya acuñado la expresión “estar en el séptimo cielo”. Mantengo lo que dije en la reflexión de la última semana: ni entiendo ni sé cómo será esa música celestial, me inclino a pensar que es una forma metafórica de hablar de la Belleza de Dios y del gozo de estar en Él, y esta Belleza solo se percibe cuando nuestros sentidos dejan de estar estragados por el ruido que nubla la contemplación de Dios.

                Pero la ocasión es oportuna para intentar hablar del “cielo”, aquello de lo que dice San Pablo: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni nadie llegó a imaginar nunca lo que Dios tiene preparado para los que lo aman” (1Co 2,9). Esto nos sitúa ante su gran dificultad: el cielo es indescriptible e inimaginable. Solo los que allí viven saben cómo es su esplendor. Sucede como cuando a una persona ciega de nacimiento le describen los colores, por mucho que se los describan no se los podrá imaginar. Podemos ponerle también superlativos a todos los buenos valores de la vida, pero siempre será como una mano de purpurina sobre el oro. Por mucho que se estudie la composición química del vino, nunca se embriaga uno; lo mismo pasa con el cielo, por mucho que estudiemos y se nos diga, nunca será suficiente para embriagarnos de tal bien.

                ¿Y cómo explicar el sabor del vino sin haberlo probado? ¿O el perfume de una rosa sin haberla olido? Solo Dios concede una cierta pregustación del cielo a los místicos. Esta pregustación se anticipa por la búsqueda y el deseo ardiente. Aun así, los místicos están “a años luz”. E incluso esta pregustación es inefable; los místicos son incapaces de describir lo que vieron y oyeron, y para mostrar un reflejo de esa luz se sirven del lenguaje simbólico de la poesía.

                No obstante, podemos llegar a decir que el cielo es la vida eterna con Dios, aunque no lleguemos a entender ni qué es “Dios”, ni qué es la “eternidad”, ni qué es “con”. La mejor manera de vislumbrar la excelencia del cielo es considerar cuánto dolor y abatimiento costó a Jesucristo abrirnos sus puertas. Solo contemplando su pasión y asociándonos a ella podremos decir como San Esteban: “Veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios” (Hch 7,56).

                ¡Contempla y medite con frecuencia la pasión Nuestro Señor!

Juan Antonio Lamarca, cmf.

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