Cuando llego a clase siempre saludo a los compañeros con el habitual “buenos días”. Y me contestan del mismo modo. Sin embargo hoy he notado un silencio extraño tras dicho saludo. Pensé que quizás las personas estarían pendientes de sus trabajos por terminar o, simplemente, preferían que nadie les molestase. Y, aúnque tenía ganas de saludar más de cerca a algunos y hablar con ellos, no me ha parecido oportuno en ese momento. Así que he sacado el ordenador de la mochila, y tras colocar los libros sobre la mesa… he echado la mirada a toda la clase y he descubierto algo precioso: el silencio.
Este silencio a las 9 de la mañana, donde la mayoría de alumnos estamos dentro y sin profesor en clase, es bastante llamativo para mí. Porque no es habitual, como he dicho. Pero sí: me ha invitado a ver esta situación y contemplar algo que me lleva más allá de esta sala.
Y es que he descubierto que, a veces, hablo mucho. Hablamos mucho. Aunque estoy en la misma clase de siempre, con los mismos compañeros, entre las mismas paredes, con los mismos ritmos de vida cada día… la situación descrita me ha movido a descubir algo “nuevo” que está escondido tras todo esto tan cotidiano. Este silencio, me ha llevado a ver a los que han pasado por este aula hace poco o mucho tiempo. Me lleva a ver el silencio de los árboles que están allí fuera, que cambian sus hojas y crecen sin “decir” nada a nadie. También el silencio de las hierbas secas que necesitan agua de la lluvia, el del cielo azul que ahora ya es menos bello por la contaminación. El silencio del conductor del metro que nos lleva cada día a nuestro destino, el silencio de personas que “no tienen voz”… Más allá todavía, me lleva a ver y contemplar la presencia y el silencio de Dios en todo y todos.
Por eso no quiero terminar hoy sin decir “gracias” desde este pequeño rato de silencio. Gracias a los compañeros que están aquí, que desde su silencio me ayudan a ver la presencia de Dios. Y gracias al Señor del Silencio que me permite ver, contemplar y adorar su grandeza y su presencia.
Gustemos, pues el silencio. Es puerta a lo «escondido». Es antesala preciosa de Dios. Quizá este Adviento que estamos comenzando es buena ocasión para ello. Para ver, contemplar… y adorar.
Tomas M. Joustefen, cmf