Cuando escribo estas líneas es otoño, está lloviendo… y la curva óptica de esta abominable pandemia empina sus ondas hacia arriba, en una segunda demostración de su pérfido poder. Su dedo destructor viene destrozando todo lo que encuentra: relaciones, sanidad, economías, educación, familias, migrantes… y hasta las más profundas creencias. Negar que estamos mal es de insensatos o de ciegos; y, además, vamos empeorando. Cuando atravesábamos la primera ola de la COVID-19, no fueron pocos los que vaticinaron que una situación así preludiaba una sacudida en las conciencias de todos, seguida de una positiva reacción: “Después del coronavirus, ya nada será igual”, oímos decir. Recuperaría protagonismo la Iglesia y la fe… Se pronosticaba una recuperación.
¿La ha habido? No conozco estadísticas fiables; pero en lo que respecta a asistencia y presencia -del tipo que sea- parece que, al menos por ahora, los datos nos dejan un poco frustrados. Sin entrar en más honduras, muchos de los que se fueron, no vuelven. ¿Volverán?
Todo ha sucedido a manera de una suave disolución de visibilidad y de presencia. Personas, de las de “raíces cristianas”, han ido desapareciendo. En ellas, esa disipación no ha sido causada tanto por el trauma ético, metafísico o histórico que les pueda provocar la pandemia, cuanto, como dicen algunos, un simple “desmoronarse”, diluirse, desaparecer del mapa…
Añado a ese verbo un adverbio: “insensiblemente”. En eso se resume la historia de aquellos cristianos (¿algunos, muchos, pocos? …), y tal vez de alguno de nosotros, si penetramos en el santuario sellado de las conciencias, más allá de su corteza exterior. Estas personas se han “evaporado” no por una rebelión contra Dios, ni como reacción de pánico o de escándalo que disparen contra el cielo borrando su fe.
Ha sido más bien el absentismo progresivo al que no se ha prestado especial atención, pensando que el bajón numérico era causado por el confinamiento y distanciamiento social, impuestos por las autoridades. Como resultado, de manera insensible -recalco- Dios, comunidad, gracia, pecado, eucaristía… están pasando a ser palabras insustanciales, por su falta de contenido vital.
Los que se desmoronan se quedan en el vacío. Si vivimos y actuamos “como si Dios no existiera”, nos quedamos solos ante el misterio. Hay que detenerse para orar y reflexionar antes de que todo se disuelva; porque es actual aquella enseñanza budista: “El ser humano no solo se caracteriza por su gran sed, sino por su tendencia a satisfacer esa sed con agua salada”.
Juan Carlos Martos cmf