En mi Congregación contamos con una tradición que sostiene que no podemos avanzar en nuestra vida espiritual si no dedicamos diariamente una hora a la oración personal. Y la mantenemos, independientemente de que alguno no rece cada día por las razones que sea.
Pero ¿es válida esta regla para todos? En principio, estoy totalmente convencido de ello. Más aún, creo que se trata de un mínimo imprescindible para que un cristiano mantenga viva su fe. Algo parecida a la recomendación de los médicos de caminar al menos una hora al día y beber unos dos litros de agua para mantener la buena salud.
Pero, ¿qué pasa con una madre de familia con hijos pequeñitos en casa? Los niños le demandan su total atención. Difícilmente puede disponer de una hora hábil para orar. Es imposible rezar rodeada de niños gritando o corriendo. ¿Habría que convencerla de que, en su caso, es cuando más necesita orar? A estas alturas de mi vida misionera le diría más bien otra cosa: “Si estás tú sola con tus hijos pequeños cuyas necesidades te dejan poquísimo tiempo sin interrupciones, en ese caso no necesitas una hora diaria de oración. Cría a tus hijos con amor y generosidad, y eso producirá los mismos efectos que la oración personal”.
Sin más aclaraciones, esta es una afirmación muy peligrosa. Caería en la trampa de la famosa “herejía de la acción” que defendía que la acción, cualquiera de ellas, es ya oración. Nos comportaríamos como aquel sacerdote en una gran catedral que predicaba con un micrófono desconectado de la corriente: hablaba, se movía, pero nadie le entendía. Nuestra acción debe estar unida al Señor. Él se sirve de nosotros como instrumentos. Nuestra acción es valiosa siempre que esté bajo cobertura y conexión con Dios gracias a la oración.
Pero cuando sostengo que ciertos servicios pueden ser de hecho oración, encuentro respaldo en los mismos autores de espiritualidad. Carlo Carretto, uno de los grandes del siglo XX, pasó muchos años en el desierto del Sahara en soledad. Y llegó a confesar que su madre, que pasó cerca de treinta años criando niños, era más contemplativa que él y mucho menos egoísta. Pero, ¡atención con las conclusiones que sacamos de esto! No eran mediocres las largas horas de soledad de Carretto en el desierto, sino que había algo de excelente en los años que su madre vivió entre los ruidos y ajetreos de los pequeños.
Hay vocaciones que brindan el escenario perfecto para desarrollar una vida contemplativa. Para ellas, la vida ordinaria se convierte en un “monasterio doméstico”. Un médico, entregado de veras a sus enfermos, se distancia del estilo del mundo y asume un ritmo monástico de vida. Sus tareas y preocupaciones centran sus horas en sus enfermos. El contacto permanente con ellos le da una oportunidad extraordinaria de aprender empatía y altruismo. Su tiempo no es propio, sus necesidades personales debe ponerlas en segundo lugar, y cada vez que se da la vuelta, una mano o una llamada de teléfono le reclaman con una real o aparente urgencia. Años así hacen madurar a cualquiera. A eso le llamo san Vicente de Paul: “Dejar a Dios por Dios”.
Juan Carlos cmf
(FOTO: quasten)