Decimoquinta «gota»: el fuego

Las altas temperaturas del verano en los meses de julio y agosto hacen que hayamos acuñado la expresión “esto es un infierno”. “La caló”, como decimos en muchos lugares de Andalucía, se convierte en motivo de tormento cuando paraliza todo intento de realizar cualquier actividad e impide reconciliar el sueño. Esta experiencia que vivimos en buena parte del centro y sur de España nos predispone a entender la imagen del fuego que utiliza Claret para hablar del Infierno. Así dice él en el nº 335 de la Autobiografía: “Si se estaba al lado del fuego, hablaba del fuego del infierno”, y continúa contando un caso que le pasó a propósito de esta materia: “Una vez hablaba con un Cura párroco al lado del fuego de su cocina, y de la conversación que tuve con él como por pasatiempo se movió tanto, que al día siguiente hizo conmigo una confesión general de cosas que nunca se había atrevido a confesar, y con aquella conversación se conmovió y se arrepintió muy de veras”.

                La imagen no es original de Claret, sino que se utiliza como metáfora recurrente en la predicación de Juan Bautista y del mismo Jesús para hablar de la posibilidad de perdición definitiva. Veamos solo a modo de “botón de muestra”: “Lo mismo que se arranca la cizaña y se echa al fuego, así será al final de los tiempos; el Hijo del hombre enviará a sus ángeles y arrancarán de su reino todos los escándalos y a todos los que obran iniquidad, y los arrojarán al horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga” (Mt 13,40-43).

                A esto hay que aclarar que pensar que el Infierno es un lugar de “llamas y carbones incandescentes” es como pensar que el reino de los Cielos es un “banquete” (cf. Mt 22,2) con su servicio, mesa, cubiertos, comida,…; ambas imágenes no se deben entender al pie de la letra, sino por lo que evocan como estado de tormento y de felicidad. No se trata de un lugar, sino de un estado. Es importante aclarar esto porque el infierno no lo ha creado Dios, del que dice el relato de la Creación que “vio cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Gn 1,31), sino que lo creamos nosotros. El “infierno” lo llevamos con nosotros en esta vida o más allá de la muerte. Podríamos decir que el Infierno es el estado que acompaña a la persona como consecuencia del endurecimiento definitivo en el mal. Dicho con otras palabras, es un estado de des-amor permanente y libre de haber rechazado la Mano que nos salva. ¿Hay mayor tormento que este? ¿Hay mayor desgracia que por nuestras venas corra la cólera, la envidia, el odio y el egoísmo como opción de vida y rechazo libre y consciente de Dios?

                El Infierno es una verdad de fe por la que se respeta el uso que hagamos del más grande don que Dios ha concedido al hombre: la libertad. Usemos la libertad para lo que nos ha sido concedida: para acoger el amor y aceptar la salvación. Urge salir de todo estado de alienación y esclavitud. El arma para romper las redes del mal nos la ofrece Cristo Resucitado: el Sacramento de la Reconciliación (cf. Jn 20,23).

Juan Antonio Lamarca, cmf.

Start typing and press Enter to search