COMO DOS BÚHOS

Hay palabras que se quedan en nuestro corazón para toda la vida, como las que escuché hace tiempo al visitar a una pareja de ancianos. La anciana, sentada en un banquito de la cocina oscura y pobre, con las lágrimas en los ojos, me dijo: «Estamos aquí como dos búhos». Sus hijos habían emigrado. En verano la casa rebosaba de bullicio y vida alegre, pero el resto del año los ancianos se sentaban aquí tristes como dos búhos.

Hoy, esta imagen conmovedora de la soledad presenta infinitos rostros: del refugiado, del desaparecido, del que tiene hambre de comida y «com-pasión», del que no cuenta nada porque no tiene poder, del que ya no espera nada, del que ya no cree en nada.

La expresión de la anciana es muy profunda y verdadera. ¿Sabes por qué? «Los animales viven, los seres humanos existen», como bien dijo Víctor Hugo. En mi opinión, el ensayista Todorov lo expresó mejor: los seres humanos, como animales, viven; como seres libres, que también son, existen.

Sin la vida en sociedad, sin la comunión con otros seres humanos, tendemos a la animalización, provocada por el aislamiento. Sólo existimos realmente a los ojos de los demás. ¿Te has dado cuenta de que un bebé trata de captar la mirada de su madre, no sólo para que corra a darle el pecho o a mimarlo, sino también porque esa mirada le aporta un complemento indispensable: le confirma su existencia? La mirada del otro que nos reconoce es como el oxígeno para el alma, como el aire.

Todos nacemos dos veces: en la naturaleza nacemos para la vida y en la sociedad nacemos para la existencia. Cuando nos falta la relación social – el amor, el calor humano, el reconocimiento – empezamos a marchitarnos, infelices como los perros callejeros o los búhos en su oscuro agujero. Sin la comunión existencial la vida se extingue. «Sólo existo en la medida en que existo para alguien», según el filósofo Mounier. Soy amado, por lo tanto, existo.

William James escribió que el castigo más diabólico que se podía infligir a una persona -si era físicamente posible- era abandonarla en la sociedad y hacerla pasar completamente desapercibida. Tal es la situación del marginado, del excluido, del que no tiene reconocimiento social.

Sí, el castigo más diabólico, el más infernal, consiste en el aislamiento total. Creo que eso es el infierno: el reino del olvido completo y perpetuo. Si «en el cielo», según Teresa de Ávila, «no habrá miradas indiferentes», en el infierno, por el contrario, reina la indiferencia absoluta. La vida de muchas personas se parece a un verdadero infierno.

Tal vez el mayor sufrimiento de los pobres no sea la pobreza, sino el hecho de que nadie les dé ninguna consideración o importancia. Según Adam Smith, los pobres son aquellos a los que nadie observa: «El pobre va y viene sin ser notado, y en medio de la multitud se encuentra en la misma oscuridad que en su choza».

La vejez, por su parte, es una disminución no sólo de las fuerzas sino también de la existencia. «Empecé a morir de soledad» – se quejó Victor Hugo. La existencia puede terminar antes de que la vida llegue a su fin.

Por eso, cuando hablamos de exclusión social, debemos preguntarnos en primer lugar: ¿excluidos de qué? ¿De los bienes que podríamos llamar materiales, como el pan, la vivienda, la ropa, la asistencia médica, la seguridad física y social? Excluir de estos bienes a muchas personas, o a unas pocas, o a una sola persona, es una injusticia flagrante.

Pero hay otra clase de bienes sociales -llamémoslos inmateriales, si queremos- que no son menos valiosos. La compañía, la amistad, la cultura, la esperanza, el cariño, los disfrutamos porque vivimos en sociedad. Negarlos a una persona es tan injusto como privarla de pan o de medicinas.

Pero es importante recordar que ninguna organización política, por muy justa que sea, puede proporcionar a sus ciudadanos estos bienes. Tampoco es tarea del Estado. Corresponde a cada persona, a la sociedad civil. Es responsabilidad de las organizaciones no gubernamentales y de las instituciones religiosas presionar a los poderes políticos para que ordenen las cosas de manera que todos tengan una parte de los bienes materiales, pero antes deben llenar al prójimo de esperanza y sentido al prójimo, darle consuelo y ternura, promover su autoestima y alegría, y también ofrecerle, si es creyente, la gracia divina.

Sólo una solidaridad lúcida puede poner fin a la injusta exclusión y hacer partícipes de los bienes materiales e inmateriales a sus legítimos propietarios: todas las personas. Empezando por los más vulnerables y solos. Los que son arrojados allí como los topos o búhos.

 

Abílio Pina Ribeiro, cmf

(FOTO: uppers)

 

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