Yo, mí, me, conmigo…

En la vida no hay más que un problema: vivir para uno mismo o vivir para servir a los demás. Esto último es caro, hermoso y fecundo. Caro, desde luego, porque todos somos egoístas. Al fin y al cabo, ¿qué queremos todos sino ser queridos? Por mucho que lo disfracemos, nuestro corazón lo único que hace es mendigar amor. Sin él vivimos como despellejados. Y se vive mal sin piel.

Nos envuelve una tendencia universal que nos empuja a centrar la atención sobre nuestros intereses y necesidades, sin prestar atención alguna a la de los demás. Una palabra, de moda en el lenguaje culto, la describe: “autorreferen-cialidad”. Con ella se denuncia el encerramiento en la torre de marfil del propio “ego”, en el espléndido aislamiento de todo lo que no afecte a ese singular “ego”.

Hace años un director de cine italiano, Alejandro Blasetti, rodó un filme curioso con el título de “Yo, yo, yo… y los demás”, interpretado por conocidos actores de la época. Como denuncia a esa tendencia universal, el título era de lo más sugerente. En realidad, somos todos los que buscamos de una u otra forma colocarnos en el centro, mirándonos solo a nosotros mismos, masajeando el “ego”, mimándolo, incensándolo y… dejando al margen a los demás. No es solo egoísmo o egocentrismo; es, a fin de cuentas, incluso pobreza de palabras, de ideas, de intereses… que mutan en analfabetos del amor.

Y así el mundo no se divide en egoístas y generosos, sino en egoístas que se rebozan en su propio egoísmo y en otros egoístas que luchan denodadamente por salir de sí mismos, aun sabiendo que pagarán caro el precio de preferir amar a ser sólo amados.

Anda por ahí un extraño relato cuyo autor imaginaba que, por un día, Cristo se dedicaba a hacer los milagros que a Él le gustaban y no los que la gente le pedía. Y que, en un camino de Palestina, una muchacha hermosísima se presentaba ante Él planteándole la más dolorosa de las curaciones: ella era tan bella, que todos la querían, pero ella no quería a nadie. Deseada por todos, arrastraba una belleza inútil e infecunda. Y le pedía a Cristo el mayor de los milagros: que la concediera el don de amar.

Cristo, entonces, la miraba con emoción y compasión y le preguntaba: «¿Sabes que si amas tendrás que vivir cuesta arriba?». La muchacha respondía: «Lo sé, Señor, pero lo prefiero a este gozo muerto, a esta felicidad inútil». Ahora Cristo le sonreía y le decía: «Ea, levántate y ama, muchacha. Entra en el mundo terrible de los que han preferido amar a ser amados». Y la muchacha se alejaba con el alma multiplicada, dispuesta a nadar felizmente a contracorriente de la vida.

La fábula seguramente es disparatada, pero “verdaderísima”. Porque -los que luchan contra el “ego” lo saben- amar a la corta es dulcísimo; a la larga, duro; más a la larga, maravilloso.

 

Juan Carlos cmf

(FOTO: Michael Fenton)

 

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