El arpa es un instrumento de cuerda cuyo origen se pierde en el tiempo. Se han encontrado vestigios de este instrumento musical del año 3000 a. C. en la antigua Mesopotamia. Es un instrumento clásico de la corte medieval y uno de los preferidos de trovadores y juglares para acompañar sus poemas y cánticos. Su uso es mencionado en numerosos pasajes bíblicos: se dice que “David y los israelitas iban danzando ante Dios con todo entusiasmo, cantando al son de cítaras, arpas, tambores, platillos y trompetas” (1Cro 13,8), el salmista canta “es bueno dar gracias al Señor y tocar para tu nombre, oh Altísimo, proclamar por la mañana tu misericordia y de noche tu fidelidad, con arpas de diez cuerdas y laúdes” (Sal 92,4). Quedémonos con estos dos pasajes a modo de “botón de muestra” para mostrar cómo el arpa ha sido ese instrumento que ha acompañado la alabanza del Señor.
Claret también se sirvió de este instrumento musical para hacer una sugerente comparación: “las virtudes son como las cuerdas de un arpa o instrumento de cuerda; la pobreza es la cuerda más corta y delgada, cuanto más corta es, da el sonido más agudo; y así cuanto más cortas son las conveniencias de la vida, tanto más subido el punto de perfección a que sube” (Aut. 370). Esta imagen nos muestra cómo con las virtudes nos convertimos en una melodiosa alabanza para el Señor. De nada sirven nuestras palabras si nuestra vida no se afina para cumplir su voluntad (cf. Mt 7,21).
De todas ellas “la pobreza es la cuerda más corta y delgada… da el sonido más agudo”. Es una virtud tangible; y esto la hace cautivante para los demás. A nadie deja indiferente que nos prediquen el Evangelio desde una sentida pobreza y austeridad de vida. La clave de todo servicio es desde dónde se hace; y el servicio misionero no escapa tampoco a esta máxima fundamental de la vida cristiana. Desde la pobreza el Evangelio cobra una luz y belleza especial.
Por otra parte, la pobreza sirve también para denunciar, como hemos visto en reflexiones pasadas, la vanidad de tantos convencionalismos mundanos. Poco necesitamos para cubrir nuestras necesidades esenciales, y paradójicamente todo se puede convertir en medio para llegar a Dios. La persona que está en el camino de la perfección es exigente consigo misma en el uso de los bienes materiales y dadivosa con los demás; todo le sobra porque Todo lo tiene. La pobreza evangélica es auténtica cuando se ha descubierto a Dios como única riqueza: “no podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24).
Revisemos nuestra vida, quizás demasiado engrosada de cosas materiales, y prediquemos al Señor.
Juan Antonio Lamarca, cmf.