La pequeña Frida tiene seis años y acaba de perder a su madre, víctima del sida. Un hermano de ésta y su esposa se hacen cargo de la niña y la llevan consigo a una zona rural en la provincia de Gerona. Allí Frida convivirá con su prima Anna, con sus padres adoptivos y, sobre todo, con una nueva forma de encarar las situaciones que se le presentan, desde una ausencia capital que sin poder expresarlo con nitidez modula las circunstancias de aquel verano ya lejano que la directora de la película, Carla Simón, vivió y tantos años después quiere exorcizar. Las lágrimas que la pequeña derrama como apunte culminante de su experiencia suponen quizá una forma de superación, o aceptación de una situación que desde su pequeña edad no termina de comprender.

El transcurrir de la película responde a los patrones de un cine casi documental, atento a los pequeños detalles, a diálogos aparentemente intrascendentes, como si apenas sucediera nada. Y es que el convulso mundo interior de la pequeña Frida se revela en gestos, juegos, conversaciones, silencios, huidas, caprichos, que son mucho más que reacciones infantiles. Así la película adopta un estilo naturalista, reflejo de los recuerdos infantiles y el poso que dejaron en su protagonista.

Cuando veía Verano 1993 me vino a la mente otra película, Ponette, que también disecciona el acercamiento de una niña (de tres años en este caso) a la muerte.Cuando la vida acerca a una pequeña a experiencias que es difícil asumir incluso en edades posteriores, es necesaria la cercanía y el cariño que muestren que la vida se impone más allá de la triste realidad. No hay sesudas explicaciones, ni intentos de justificar nada. El diálogo de Frida con su tía acerca de las circunstancias de la muerte de su madre ilumina en su sencillez el tránsito que la niña va viviendo desde el silencio de las explicaciones insuficientes a la parcial comprensión que le permiten sus seis años.

 

Antonio Venceslá, cmf

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