Nunca podré olvidarme de un claretiano que, justo tras su ordenación de sacerdote, por un accidente de tráfico quedó postrado en la cama por espacio de más de 25 años con absoluta discapacidad física y mental. Se llamaba Felipe. Murió en agosto de 2020. Solo pude visitarle en dos ocasiones. Todo ese largo tiempo estuvo incapacitado para hablar y para expresarse. Solo con su mirada daba a entender un poco que “algo” le alcanzaba. Es la impresión que me dio con ocasión de una visita junto a otros compañeros poco antes de Navidad al cantarle unos villancicos ante su mirada inexpresiva.

Si ahora me pidieran dar una charla sobre “La presencia de Dios en el mundo actual”, posiblemente contaría lo que viví en aquellas dos fugaces visitas. Tal vez sorprendería a muchos, no solo por la brevedad sino sobre todo por el contenido de lo que podía transmitir. Lo único que podría contar a ese probable auditorio serían las sensaciones que intuí junto a la cama de aquel misionero casi sin estrenar, atrapado por una absoluta discapacidad física y mental.

Felipe jamás volvió a expresarse, mucho menos hablar, a quienes iban a visitarle. Yacía mudo e impotente, aparentemente incapaz de cualquier comunicación posible. Me acerqué a él intentando intuir lo que él mismo estaría diciendo desde su impotencia y su silencio. Tal vez la presencia de Dios en nuestro mundo es igual a este querido hermano que murió al cumplir los 57 años de edad. Dios anda hoy como silencioso e impotente.

Creo que el poder de Dios es como el que irradiaba Felipe. No encandila fuerza, atractivo, inteligencia o gracia, como lo hacen los músculos y la velocidad de un atleta olímpico o la belleza física de una joven estrella del cine. Estas últimas cosas (rapidez, belleza y gracia) son reflejos propios de la gloria de Dios, pero no son la forma más ordinaria ni la mejor en la que Él muestra su poder en el mundo. El poder de Dios es más silencioso, más impotente y más marginal.

Me sirvió de mucho, porque desempolvé algo que había oído: que en la Biblia solo hay realmente un pecado. Ese único pecado es la idolatría, es decir, convertir en dios a algo que no es Dios. Por tanto, para conocer a Dios hay que bajar hasta los infiernos de los que sufren (¿y quién no sufre?). Él se encuentra por esas regiones y tendrá, sin ningún tipo de duda, la última palabra.

 

Juan Carlos cmf

(FOTO: Gonzalo Gutierrez)

 

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