La esencia de la envidia es “gozar con el mal del otro y entristecerse del bien del otro” (Spinoza). Forma parte del sombrío equipo de pecados capitales y aparece rodeada casi siempre de un nefasto cortejo de criados y damas de compañía como el rencor, la maledicencia o el resentimiento. Un ejemplo medieval ilustra grotescamente cómo el envidioso no puede tolerar de ninguna manera que alguien disfrute más que él: “Un rey pidió a dos hombres, uno avaro y otro envidioso, que le pidieran lo que quisieran. Concedería al primero lo que pidiera; y al otro, le daría el doble. El avaro decidió no pedir el primero, porque así recibiría más. El envidioso, después de larga meditación, pidió que le sacaran un ojo, porque así al otro le arrancarían los dos”.
Esto explica que esté tan cercana al odio. De hecho, el odio no consta en el catálogo de los pecados capitales, pero sí la envidia que es su madrastra y nodriza. El odio es un vicio venenoso. Una vez inoculado no deja vivir. Como símbolo bíblico está la figura del rey Saúl por su atormentada envidia hacia David.
Quevedo dibujaba la envidia como “flaca y amarilla porque –según el satírico escritor– muerde y no come”. Hace sufrir y por eso el envidioso normalmente anda triste y mohíno. El envidioso no suele reconocerse como tal. Es un defecto opaco, escurridizo e inasible para el afectado. Nadie se atreve a confesar que es envidioso. Por eso vive condenado a andar fingiendo siempre atrapado por sentimientos, antipáticos y monotemáticos, de comparación y desdicha.
La envidia es, además, recurrente y obsesiva, como pelota de goma que cuanto más se empuja hacia abajo en el agua más sale a flote. Si hay algo que se destaca en la envidia es que no soporta la superioridad del otro en inteligencia, en bondad, en belleza, en salud, en fortuna. Y entonces, se lanza a difamar. Ello puede transformarse en un boomerang, porque el envidioso, al no lograr destronar al otro, se atormenta. Y además se regenera y perpetúa porque “los envidiosos mueren, pero la envidia nunca” (Molière).
¿Cómo romper las cadenas de la envidia? Existe un antídoto que ha de usarse en dos dosis: La primera es reconocerse afectado, mediante la autocrítica y la humildad. Después acoger otro sentimiento hasta encumbrarlo y hacerlo más poderoso que la envidia: Sentirse uno con los demás. A ello nos llama Jesús, a ser cuerpo, a ser uno. Reconocer a todos como miembros del propio organismo y disfrutar de sus dones. Es la terapia anti-envidia que necesitamos. Por tanto, tratemos de vacunarnos contra esta enfermedad del alma con nutritivas dosis de humildad y de sincero aprecio al otro.
Juan Carlos Martos, cmf