Utøya 22 de julio

El 22 de julio de 2011 un ultraderechista asesinó en la isla de Utøya, no lejos de Oslo, a 77 adolescentes que pasaban unos días en un campamento de verano organizado por el Partido Laborista Noruego. Durante 72 minutos (desde que inició el primer disparo hasta que fue apresado), además de provocar las muertes mencionadas, hirió a 99 jóvenes y provocó secuelas psicológicas a los supervivientes.

La película que comentamos está rodada en un largo plano secuencia de 82 minutos de duración, algo más largo del tiempo que el asesino se ocupó en perpetrar la masacre. A diferencia de otra película rodada sobre el mismo asunto (22 de julio de Paul Greengrass) que intenta una reconstrucción de los acontecimientos (antecedentes, hechos, detención, juicio y condena del autor de la masacre), el realizador noruego Eric Poppe nos propone en Utøya, 22 de julio, centrar la mirada en las víctimas. Apenas vemos al asesino en un par de ocasiones de manera lejana y borrosa. Su presencia solo la evidencian los disparos que metódicamente puntúan la banda sonora y las víctimas que vamos encontrando en diversos lugares de la isla. Es cierto que no son demasiadas, menos de las que fueron en realidad porque el realizador no quiere provocar la emoción con la sangre de los muertos, sino de otro modo menos explícito en apariencia.

En Utøya 22 de julio no hay apenas ningún plano de manifiesta violencia. Esto no quiere decir que no haya incomodidad y desagrado. Todo está planteado para crear en el espectador una conciencia viva de la experiencia vivida por aquellos adolescentes.

Tras un breve prólogo tomado de imágenes documentales del atentado que el asesino provocó, como medida dilatoria, en la zona gubernamental de la capital, acompañamos desde el primer momento y hasta el final, a una de las jóvenes, un personaje de ficción, pero que refleja a quienes sufrieron una experiencia tan desoladora. Junto a ella participamos de la angustia, la tensión, el sinsentido, la huida en busca de un refugio donde sentirse a salvo que vivieron los protagonistas de la tragedia. La acompañamos caminando con ella, escondiéndonos, arrastrándonos por el barro o metiéndonos en el agua; la cámara se sitúa detrás de la joven, o delante, o a su lado, o dibuja panorámicas para ver lo que ella ve, desciende por una pared inclinada o se esconde tras unas ramas, siempre a su lado palpando su miedo, escuchando su llanto. Y como fondo sonoro los disparos, inclementes, que continúan, recordándole que está viviendo una pesadilla.

A diferencia de la película de Greengrass, en ésta el asesino no tienen ninguna presencia. Es literalmente ninguneado. No se cita su nombre en los títulos explicativos del final. Como si no mereciera empatía y se constatara su no-existencia. Desgraciadamente existió y en él podemos ver un reflejo de actitudes extremistas que socavan la convivencia e impiden construir la sociedad en que vivimos desde los valores que construyen el bienestar y la vida.

Antonio Venceslá Toro, cmf

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