UN «DESGRACIADO», POR FAVOR

Un amigo mío, que se muere por el café y ni olerlo puede, pide «un desgraciado» cuando va al bar de la esquina. Se refiere al miserable «descafeinado» que, para él, no tiene sabor ni gracia.

Hoy en día, para evitar el exceso de calorías o para seguir la moda, mucha gente prefiere los productos «light», deslavados, desnatados, decolorados, desvitalizados. No tenemos nada contra eso.

Lo peor es cuando miramos a nuestro alrededor y vemos también hombres y mujeres desenfadados, blandos, incapaces de un acto enérgico de voluntad, huyendo a siete pies de cualquier dificultad y sacrificio. Parece que un vampiro inmenso nos va succionando el alma y robando energías. El mundo se pierde por la «desmedida» y la «avitaminosis» – decía con pena Jorge Bernanos. Yo mismo a veces llego a dudar si en mis venas corre sangre, tan alérgico me siento a la práctica de las virtudes fuertes, al «querer es poder», al gesto heroico, a la decisión inquebrantable.

Un colega mío de estudios y profesor de sociología escribe que «muchos jóvenes acusan una «laxitud vital», una debilidad interior o incluso una incapacidad para afrontar situaciones costosas y para tomar decisiones radicales y exigentes. Dan señales de que quieren, pero no pueden.

Tal laxitud no se aplica solo a ellos. La resistencia a compromisos duraderos, la tendencia a seguir la ley del mínimo esfuerzo o a bajar los brazos antes de luchar, la huida de todo lo que pide austeridad y renuncia, la gula del placer inmediato, son actitudes generalizadas y difusas que los jóvenes aprenden del comportamiento de los adultos. Solo que estas actitudes, en ellos, se vuelven más agudas, volcánicas y agudas, extremistas.

Me temo que estamos creando una generación de niños rabiosos que quieren comer, jugar, tener todo («Quiero todos los juguetes de la televisión», escribía un niño a Santa Claus). Quieren todo ahora y ya; y si no pueden saciar inmediatamente su gula, patean, chillan, gritan, amenazan, hasta conseguirlo. Hay quien habla de la «generación del yogur» o «del pudin», por ser inconsistentes como ellos.

Llenamos a nuestros hijos de mimos, «para que no pasen por lo que nosotros pasamos y tengan todo lo que no pudimos gozar»; los cultivamos como vidrios, no imponiéndoles nada que les desagrade, «para evitar complejos y represiones». Les damos peces y burbujas de felicidad en vez de ponerles una caña en la mano y enseñarles a pescar. Luego nos asombramos de que pocos jóvenes pospongan las relaciones sexuales para después del matrimonio, o que piensen que el dinero cae del cielo o sale de un agujero en la pared; o, entonces, que muchos abandonen los estudios «porque tienen prisa por ganarse la vida», es decir, conseguir dinero para gastarlo a su gusto. No podamos los árboles a su tiempo y queremos que den buenos y generosos frutos. Esparcimos vientos, cosechamos tempestades.

 

 

Los jóvenes revolucionarios de mayo de 1968 tiraban a los adultos esta auténtica pedrada: «Nos habéis llenado el estómago, pero no nos habéis dado razones para vivir».

De hecho, si decimos, con Alberto Moravia, que «las dos llaves de nuestra época son el placer y el dinero, y el resto son cantigas», ¿que esperamos sino espíritus egoístas, ávidos de chupar todo el jugo de la vida, incapaces de dejar para mañana lo que pueden gozar hoy?

Nos faltan razones, brújulas que nos orienten en la vida. Solo una persona que tiene horizontes, metas, es capaz de tomar el rumbo correcto. Sabe inmolar lo que es inmediato y provisional para alcanzar lo que es decisivo y duradero. Los atletas se someten a entrenamientos duros y se privan de mucho para subir al podio o para ganar una medalla de oro. Las Misses, para mantener la línea y ganar concursos, soportan horribles dietas y dolorosísimas operaciones plásticas.

Cuando hay proyecto, expectativas, sueño, se trabaja con ardor y pasión, se sufre para llegar allí. Lo que no se puede es querer el perfume sin cultivar el jardín, recuperar la salud rechazando los remedios, a veces amargos, ganar la maratón y no sudar la camiseta.

Un proverbio estonio dice: «Los callos adornan las manos más que los anillos».

Por eso, me dan pena los hombres y mujeres que tienen un alma descafeinada, gelatinosa, anémica, enfermiza. Llevan una existencia «desgraciada», es decir, sin aroma, sin nervio, sin ninguna gracia.

 

Abílio Pina Ribeiro, cmf

(FOTO: Nathan Dumlao)

 

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