Trigésima séptima «gota»: Perros mudos que no saben ladrar

Nos salimos en esta ocasión de la Autobiografía para rescatar una imagen que utiliza en sus “Apuntes de un plan para el régimen de la diócesis”. Se trata de ideas pastorales que tenía el Santo para la diócesis de Santiago de Cuba. Como Arzobispo de esta diócesis descargó en sus colaboradores los asuntos ordinarios de administración y se reservó personalmente la evangelización, ayudado por un grupo de misioneros que enviaba y dirigía. A tal fin decía sobre el ministerio de los obispos: “La predicación ha sido siempre considerada como la principal obligación de los obispos… ¡Ay de los obispos que descuidan esta esencial obligación, que serán tratados como perros mudos que no han sabido ladrar! ¡Ay de ellos!”.

                Tal como nos recuerda, la predicación es la principal obligación de todo obispo. Pero también no predicar la Palabra de Dios es una enorme irresponsabilidad en todo sacerdote y todo cristiano. Cada bautizado tiene el deber y la obligación de predicar de una forma acomodada a su estado de vida y formación. Predicar es publicar o anunciar algo; pues si Dios es importante para nosotros tenemos que anunciar esta buena noticia que nos llena y colma de alegría.

                Tan importante es el deber que tenemos de la predicación que hay que hacerlo a tiempo y a destiempo, es decir, hay que predicar en todo momento. Dicho de otro modo, tenemos que predicar con nuestra presencia, hemos de significar a Cristo con nuestra vida. Esto es lo que se pretende con el oloroso Crisma que se  impone en los sacramentos del bautismo, confirmación y, para algunos, en el orden sacerdotal. ¡Ser el buen olor de Cristo!

                El evangelio de San Marcos dice que “los llamó para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3,13-14), de lo que se deduce, y la experiencia así lo confirma, que si no predicamos será señal de que pasamos poco tiempo con Él. El cristiano que no ora no puede mostrar a Aquel que ni siente ni ama: “De la abundancia del corazón habla la boca” (Mt 12,34).

                Debemos rescatar la predicación en las conversaciones domésticas que hemos desestimado por falsos respetos humanos o como rechazo a que nos tachen de “beatos”. El Maligno ha logrado una atmósfera lo suficientemente secularizada para que todo el que hable de Dios se sienta ridículo. ¡Urge revelarse contra esta mentalidad!

                ¿Quién no puede hacer esta sencilla predicación de la que hablamos? Pues, si queremos ser eficaces instrumentos de Cristo, oremos para que nos mueva el amor y acompañemos nuestra predicación con el ejemplo y la integridad de vida.

                ¡Si quieres, puedes!

Juan Antonio Lamarca, cmf.

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