Dice Claret que “la humildad es como la raíz del árbol, y la mansedumbre es el fruto” (Aut. 372); por eso, es bueno tratar la virtud de la mansedumbre después de la humildad. Dicho de otro modo, la mansedumbre es como la materialización de la humildad. Lo que los demás ven en nosotros es la mansedumbre articulada en forma de cordialidad, amabilidad, delicadeza de trato, etc., y la humildad es lo que no se ve, “la raíz” o alma de la mansedumbre. Por esta razón decía San Bernardo que con la humildad se agrada a Dios, y con la mansedumbre, al prójimo.
La mansedumbre se convierte, de esta manera, en una clave importante del discernimiento cristiano: “Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Así, todo árbol sano da frutos buenos; pero el árbol dañando da frutos malos” (Mt 7,16). Ambas virtudes van unidas de la mano, tal como nos enseña el Señor, como hermanas gemelas: “Bienaventurados los pobres de espíritu (= los humildes)… Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra” (Mt 5,3-4), “aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas” (Mt 11,29).
Las palabras de Jesús nos llevan a dos importantes conclusiones:
Quien vive la mansedumbre halla descanso para su alma (cf. Mt 11,29) porque no tiene que estar defendiendo su ego, ¡una de las cosas que más cansan! Y para que nuestra alma descanse y vivamos en paz tenemos que saber perder. No hay nadie que haya perdido más que Cristo con su Encarnación, “el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo” (Flp 2,6-7). La comunión, la paz, la armonía están por encima de mi razón, de mis gustos, apetencias e intereses. Ser el último no es una desgracia, es una bendición (cf. Mc 9,35). Recuerdo siendo niño como nos empujábamos en el patio del colegio para ser los primeros de la fila para subir a clase; el que no entraba en estas disputas subía al mismo lugar y en paz. Tener esta actitud como norma de vida nos hace, entre otras cosas, menos propensos a sufrir un infarto y a sonreír más.
Y por último, quien vive la mansedumbre heredará la tierra (cf. Mt 5,4). Bella metáfora evangélica que apunta en un doble sentido: todo lo que alguien pierda por razón de su mansedumbre Dios se lo restituirá con creces, y la mansedumbre es lo que más cautiva el corazón (= la tierra) de los hombres de nuestro mundo. Generosidad infinita por parte de Dios, que nunca falla, y simpatía de parte de los hombres, ¿no merece la pena? Pues, ¡empieza a saber perder!
Juan Antonio Lamarca, cmf.