Eran piedras descalzas
un parto de senderos estridentes,
hundidos en la boca de la senda
con musgos largos de papel-aliento.
Espejos de los ríos
en llantos de archipiélagos
desbordaban el suelo de claveles,
donde la mirada del árbol
recogía sus ramas latigadas.
Creció así la paloma
hundida en la frente de mis sienes polvorientas;
el laurel, las violetas
y la embriagada primavera.
Toda la tierra revestida
de cálidos helechos
bebió la misteriosa niebla
arrodillando su costilla
en las húmedas raíces verticales
del sur enamorado.
Entonces broté de la boca
envejecida de sus zanjas
como un tibio crepúsculo deshecho de palabras
arrinconado
en las manos del viento,
en el ruido sonoro de las aguas.
Me extravié
en la espesa neblina del olvido,
y la torpe brisa de mi alma
conoció el pálpito
de su vientre de seda
en su larga cabellera de esmeralda.
Penetré sus pechos mojados de múcuras,
pobladas de soledad,
donde bebí el cristal de las aguas marchitas
en la cerrada boca de su senda.
Tendí las grietas de mi alma
sobre la tapia
del barro consumido;
y olvidado
entre la sombra de los bosques
transcribí tu vuelo en un silencio.
Eran tan sólo el eco de viejas melodías,
parto de arcilla calcinada,
luna de abejas y de estambres,
cola de luciérnagas vírgenes,
leche de círculo cansado,
trigo de lienzos apacibles,
rayo de turpiales sonámbulos,
yaraví enraizado de paujiles,
caraota germinada de cocuyos,
araguaney de canas esparcidas.
Sobre la tierra del sur
dejé los suspiros agrietados
en un vaivén de abrazos;
el cadavérico cuerpo de las ramas,
los grillos enlutados de dulces herramientas
y la inmensa tristeza de mi pecho.
(Mar y Sombra 1998)
Ramón Uzcátegui M., sc
(FOTO: Jake Kokot)