The quiet girl

Nos detenemos esta semana en una película maravillosa. Sencilla, no le sobra ni falta un plano. Tiene una duración estándar (90 minutos, una rareza en estos tiempos en que las películas parecen alargarse), y nos ofrece una historia rica, llena de emociones, y atrayente. Porque su protagonista, una niña de 9 años, y el matrimonio que la acoge durante un verano en su casa, se funden en una relación tan hermosa que provoca una gran satisfacción contemplarla y disfrutarla.

Cáit vive en una zona rural en Irlanda, en los años 80 (tampoco se nos dan muchos datos de su ubicación temporal y no importa demasiado). Su familia (padre, madre, hermanas mayores, otra que viene en camino) no parece hacerle mucho caso. De modo que en casa y en el colegio se encuentra desubicada, con el desafecto como compañía, y decide no hablar demasiado porque no merece la pena. Así contempla el mundo desde su particular mirada callada.

Sus padres deciden (sin consultarla ni nada parecido) que pase el verano en casa de unos familiares que han perdido a su hijo recientemente. Y desde ese momento, inicialmente algo cargado de incertidumbre, la vida de la pequeña va a cambiar para mejor. Así la película se convierte en una fuente de disfrute, de detalles cariñosos (rotos abruptamente en algún momento por secundarios que solo fastidian y resultan prescindibles en la trama, caso de la vecina curiosa y metomentodo), de miradas tiernas y de abrazos, muchos abrazos y manifestaciones cariñosas que devuelven a la pequeña Cátlin un aliciente y una visión de la vida muy distinta de la vivida hasta entonces.

La mirada de la pequeña recuerda en algún momento la misma mirada que ofrecía la protagonista de Verano 1993, la primera película de Carla Simon, que también nos invitaba a acompañar el sentir de una niña en un contexto igualmente cariñoso y bienintencionado.

Junto al protagonismo de la pequeña Catherine Clinch, sobresale la interpretación llena de ternura del matrimonio que la acoge y le ofrece todo su cariño, desde la nostalgia por el hijo perdido, pero sin dejarse invadir por la pena. Al contrario, hacen todo lo posible (ella desde el primer momento; él más atemperado, pero al final incluso más atrapado por el cariño que hace nacer en él Cátlin) para que la felicidad y la paz que se respira en aquella casa terminen adueñándose también del espíritu callado de ese ser desvalido que el destino ha puesto en sus manos.

Así el último plano de la película, síntesis perfecta para cerrar una historia tan redonda, nos sumerge en un caudal de emociones que despierta en el espectador el deseo de poner a la historia el final más deseado por la pequeña y sus temporales anfitriones.

 

Antonio Venceslá Toro, cmf

 

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