He encontrado no sé dónde una versión apócrifa del Salmo 22, que he traducido y completado así:

«El televisor es mi pastor, nada me falta;

en cómodos sofás me hace descansar

y ronronear como si fuera un gato.

Me lleva a verdes campos de fútbol

y, con telenovelas de intrigas y traiciones,

devasta mi espíritu.

Aunque hay mucho que hacer,

no permitiré la interrupción,

porque la televisión está conmigo

y el mando, siempre en la mano,

me llena de poder y confianza.

Unge mi cabeza de pornografía,

violencia y consumismo:

Mis instintos se desbordan.

La suavidad y la ignorancia me acompañan

todos los días de mi vida.

Sin llamar a mi familia y amigos,

pasaré horas y horas

alienado y embrutecido».

 

Más tarde supe que Bill Hepler, policía en Long Beach, Estados Unidos, encontró otra versión del mismo salmo, hecha por una mujer de veinte años y aplicada a la heroína: «La heroína es mi pastora… A pastos contaminados me conduce y destruye mi vida. Vagaré por un valle tenebroso y temeré todos los males… Saca el pan de la mesa de mi familia, apaga mi razón y la copa de mi tristeza está llena para ser derramada… Habitaré en la casa de los horrores durante días interminables».

La verdad es que el número de tele-dependientes -como el de drogadictos- va en continuo aumento. Estamos ante una verdadera tele-invasión.

Y no siempre los más adictos son los jóvenes de la «cultura sublunar», más amigos de la electricidad que del sol.

Del abuso de la cajita mágica derivan graves males. El primero es que las personas compuestas de «televisión, tronco y miembros» dejan de pensar, de gastar partidos. El televisor chupa el cerebro, los ojos toman de asalto su inteligencia, el homo sapiens queda sofocado por el homo videns.

Sabemos que una imagen vale más que mil palabras. Efectivamente, la imagen tiene la capacidad de dilatarse, de imprimirse con un realismo tan fuerte que sugiere y produce formas de ser y de actuar que no siempre son las más correctas.

Quien se deja colonizar por el culto excesivo de la imagen o dominar por el mando, que es «el chupete del adulto», se vuelve pasivo, embotado, acrítico ante la telebasura, la brutalidad, la intriga, las posturas amorales, los concursos sin contenido cultural y debates nada esclarecedores. Muchas imágenes y poca consistencia, exceso de información y poca capacidad de hacer la síntesis, dispersan, dejando el tele-dependiente sin un centro de gravedad personal que alimente y guíe su vida.

Y – aquí radica la segunda plaga – ahí se va el tiempo que se debía emplear más útilmente. A reflexionar y a estudiar, por ejemplo. Quien no refleja se convierte en un descampado barrido por todas las modas, conformismos, ideologías e intereses más diversos. Y quien no reflexiona ni estudia no puede comprender las grandes cuestiones que se debaten en nuestra época ni encontrar las vías justas para orientar la propia vida y convertirse en un ciudadano libre y constructivo.

Un tele-dependiente no sabe cómo comunicar ni convivir. ¿Te acuerdas del niño que quería ser un televisor para que sus padres la miraran?

Y este es precisamente el tercer mal: el poderoso medio de comunicación se convierte en un obstáculo para la comunicación. La televisión, Internet, cortan el diálogo entre marido y mujer, entre padres e hijos, impiden compartir ideas y vivencias. Ninguna relación viva, íntima, profunda, cálida, digna, es posible con personas que se dejan esclavizar por esos medios. De tanto mirar, acaban por no ver nada; de tanto oír, acaban por no escuchar nada.

… Pero sólo he hablado de tele-vicio, tele-violencia, tele-deshonestidad… perdonadme. Debería haber empezado con un himno a los descubrimientos geniales del ser humano y por subrayar que debemos aprender a utilizar de manera crítica y creativa las maravillas de la comunicación. Esto, sin embargo, ustedes ya lo saben.

 

Abílio Pina Ribeiro, cmf

(FOTO: Erik Mclean)

 

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