El artículo 25 de la Declaración Universal de Derechos Humanos defiende que “toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure…la alimentación, el vestido, la vivienda…”. Una película de título tan escueto, Techo y comida, subraya en la historia que narra la pertinencia de este derecho a partir de la historia de Rocío, una joven madre soltera que, en medio de la crudeza de la crisis económica, sobrevive como puede sin empleo, ni subsidio y ayuda de ninguna clase (salvo la generosidad de una vecina que la socorre y tiene hacia ella una actitud de cercanía) e intenta mantener y cuidar a su hijo de 8 años. Nada sabemos de su pasado. No se nos dice nada de sus antecedentes familiares (apenas una leve referencia a su madre), ni de las circunstancias que la han conducido a la soledad en que vive. Las secuencias que acompañan su deambular por calles, organismos oficiales (de los que la mayoría de las veces solo recibe promesas incumplidas), la casa alquilada en que vive con la amenaza del desahucio por el impago del alquiler, no ofrecen apenas asideros emocionales. Solo la dureza de una situación insostenible que cada vez más se hace más dolorosa e inaguantable. La precariedad laboral, la falta de comida (que termina afectando la salud del niño), un presente muy oscuro y las escasas perspectivas de futuro hacen de Techo y comida una especie de viacrucis que la joven protagonista y su hijo transitan con dolor y desesperanza. Y todo ello se desarrolla en una sociedad anestesiada con los éxitos de la selección, por un lado, y con millones de personas en riesgo de pobreza y exclusión social, desempleo y desahucios, por otro. Al concluir el peregrinaje sin futuro de Rocío y su hijo unos rótulos finales nos recuerdan el fondo real que late tras los fotogramas de Techo y comida.
Sin subrayados innecesarios, la película es una denuncia de tantas situaciones sufridas por mujeres que se ven sumidas en la pobreza sin posibilidades (o muy pocas) de salir del triste destino que las circunstancias les ha impuesto.
La actriz jiennense Natalia de Molina es el centro de la película. En sus hombros descansa el peso de la historia, ofreciendo una interpretación que la hizo merecedora del premio Goya a la mejor actriz protagonista. Es admirable la capacidad de transformación que la joven actriz ofrece: la adolescente de Vivir es fácil con los ojos cerrados y Quién te cantará (interpretadas cuando ya había rebasado ampliamente la veintena) se transmuta en esta madre coraje que representa a tantas otras que relatan su misma historia.

Antonio Venceslá Toro, cmf

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