También el cielo

Quien esté interesado en el buen cine, habrá visto u oído hablar de Ordet, la obra maestra del danés Carl Theodor Dreyer, considerada una de las cumbres del cine religioso (dicho con todas las letras). Viene esta referencia a cuento porque También el cielo (la traducción literal del título original sería Tú que estás en el cielo, que le da un tono religioso que no desentona con alguna de las ramificaciones de la película), se sitúa en una granja en la Dinamarca rural de finales del siglo XIX, que en algunos planos recuerda el escenario de Ordet (o lo que sería su escenario si hubiera sido rodada en color). También como en ésta, en También el cielo encontramos una mujer de mediana edad que está embarazada. Y también observamos la piedad fundamentalista de los habitantes de la granja. Y todo ello está visto a través de la mirada de una adolescente (un poco mayor que la niña protagonista de Ordet) que se despierta un día aparentemente normal como muchos otros y ve cómo su vida se trastoca, rompiendo sus proyectos e ilusiones (particularmente, el poder ir a la escuela gracias al tesón de su madre, que quiere evitarle un destino común a las mujeres de su entorno).

Sin entrar en detalles del recorrido de la narración, podemos subrayar el interés por algunos elementos que configuran los ejes narrativos de la película: la influencia de la religión, el patriarcado como hilo conductor de la vida, el acceso a la madurez de la joven protagonista.

En También el cielo el grupo de niños que la protagonizan ocupan un lugar destacado. Observan lo que sucede a su alrededor entre asombrados e invisibles, alejados de las situaciones que viven los adultos, mimetizando los valores y puntos de vista de estos. Están llamados a continuar la estela de rutina que les han marcado. No sucede así con la joven protagonista que cuestiona lo enseñado, incluso la presencia de ese dios que justifica lo injustificable y le arrebata su futuro.

Dreyer iluminaba la realidad mediante la presencia de lo milagroso sembrando así de esperanza la aspereza del dolor. La realizadora Tea Lindeburg no se inmiscuye en la narración y nos hace contemplar el nada piadoso retrato de dos vidas truncadas por el sinsentido y la visión estrecha de lo religioso que condiciona la vida y saluda a la muerte, sin milagros salvadores. Porque aquí, como escribió Lorca en su ‘Oda a Walt Whitman’, la vida no es buena, ni noble ni sagrada.

 

Antonio Venceslá Toro, cmf

 

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