Silencio, por favor

Vivimos amenazados bajo una peligrosa contaminación acústica. El virus del ruido nos invade. No hay más que visitar nuestras ciudades y deambular por calles y plazas para palpar esa pandemia paralela del bullicio y del estruendo. Mercados, bares, discotecas, conciertos, espectáculos deportivos, automóviles, grandes superficies… son, todos ellos, fábricas de ruidos. Y hasta el mundo digital cuela sus tentáculos en los hogares y en las escuelas. La pandemia ha colaborado también avivar las ascuas inextinguibles de los ruidos.

Y pagamos un peaje alto con ello porque “el ruido no hace bien; el bien no hace ruido”. No solo vacía las mentes, sino que aumenta la sensación de fatiga, provoca estrés y ansiedad, y hasta entorpece y dificulta las relaciones humanas. Tenía razón Nietzsche cuando decía que “es difícil vivir con los hombres porque es bastante difícil hacer que estén en silencio”.

¡Qué difícil es conseguir que las personas guarden silencio, incluso cuando están en la iglesia! Y no solo porque el vecino del banco hable más alto de lo debido, sino porque una marea de palabrerías y de cantos -más o menos cansinos- reduce al mínimo los ratos de silencio.

Escasos son los que saben cuándo hablar y cuándo callar. Pocos los que saben usar bien los silencios. Menos los que se atienen a las reglas básicas de toda buena conversación. El silencio es un producto de bajo consumo. Ya lo anunciaba el Apocalipsis: “Se hizo en el cielo un silencio como de media hora” (8,1).

Pero no todo silencio es trigo limpio. Existe el silencio infernal. Es el que se da entre personas que viven juntas sin hablarse. Es un silencio homicida, porque mata al otro a base ignorarlo: Si no te hablo es como si no existieras. Más aún: no te hablo para que no existas.

Aquí hablamos evidentemente de otro silencio: El que no es represalia ni defensa, sino contención, recogimiento, reflexión. El que consigue que las palabras no suenen huecas.  El que se convierte en espacio donde aprender a conocerse. El que nos pone en comunión con todos y con todo. El que ayuda a percibir la belleza de las cosas.  El que a veces trae ecos de voces familiares y queridas.

Ese silencio tiene sonido. Dice más que mil palabras. El lenguaje es palabra y silencio. “Hay un tiempo para callar y un tiempo para hablar” (Ecl 3,7). Necesitamos oasis de silencio, por lo menos durante media hora cada día, para estar al lado de los demás y de Dios, no en el fragor sino en la quietud, y poder acoger lo que el profeta Elías oyó en el monte Horeb: “un ligero susurro” (1 Re 19,12), la misteriosa voz divina.

Juan Carlos cmf

(FOTO: Kristina Flour)

 

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