Hay palabras que se escuchan una vez, pero se quedan resonando en el corazón para toda la vida. Sentada en un taburete de la oscura y pobre cocina, la anciana, con lágrimas en los ojos, dijo lo siguiente: «Estamos aquí como dos búhos». Los niños habían emigrado. En verano la casa rebosaba de bullicio y vida alegre, pero el resto del año, ella y su marido se quedaban allí, refunfuñando como búhos.
Esta fue una de las frases más conmovedoras que escuché de mi querida madre. Otra, más que una frase, fue una serie de terribles exclamaciones, el día que Dios llamó a mi padre a sí mismo. «¡Qué pasión!» – suspiró mi madre, sintiendo en su propia carne el sufrimiento de la Pasión de Cristo. Me recordó a María, la «Madre Dolorosa», cuando bebió el amargo «cáliz» en el Calvario.
La soledad atroz es hoy el pan de muchos ancianos y enfermos, de los refugiados y secuestrados, de los que no cuentan ni esperan nada. Menos personas mueren de tuberculosis, pero incomparablemente más de aislamiento y falta de amor.
«Los animales viven, el ser humano existe», decía Víctor Hugo. Repito: el ser humano, como animal, vive; como ser libre, que también lo es, existe.
Sólo existimos realmente cuando estamos bajo la mirada de los demás. Un bebé trata de captar la mirada de su madre, no sólo para que corra a darle el pecho o a abrazarlo, sino también porque esa mirada le aporta un complemento indispensable: confirma su existencia. Ser persona es contar con alguien que pronuncia tu nombre con amor y, a su vez, espera que tú pronuncies su nombre con amor.
Cuando nos falta una relación social -el calor humano, el reconocimiento- es como si nos faltara el oxígeno. Empezamos a marchitarnos, infelices como perros callejeros o como búhos y lechuzas en su oscuro agujero. Sin la comunión con los demás, la vida se extingue. «Sólo existo en la medida en que existo para alguien». Soy amado, por lo tanto, existo.
William James escribió que el castigo más diabólico que se podía infligir a una persona -si era físicamente posible- era abandonarla en la sociedad y hacerla pasar completamente desapercibida. Tal es la situación del marginado, del excluido, del que no tiene reconocimiento social.
El castigo más brutal es el aislamiento total. Creo que el infierno es precisamente eso: el reino del olvido perpetuo y completo. En el Cielo», decía Teresa de Ávila, «no habrá miradas indiferentes»; en el Infierno, por el contrario, reinará la indiferencia absoluta. No necesitamos la urbanización infernal de la eternidad. La vida de muchas personas «es un verdadero infierno».
Tal vez la mayor tortura de los pobres no sea su miseria, sino el hecho de que nadie les dé ninguna consideración o importancia. «El pobre hombre va y viene sin ser notado, y en medio de la multitud se encuentra en la misma oscuridad que en su choza», escribió Adam Smith.
La vejez, a su vez, es una disminución no sólo de la fuerza sino también de la conexión con la sociedad. Empezamos a morir de soledad. «Morir es no ser visto», dice un refrán popular. La existencia puede terminar antes de que la vida llegue a su fin.
Por eso, cuando hablamos de exclusión social, debemos preguntarnos en primer lugar: ¿excluidos de qué? ¿De los bienes que podríamos llamar materiales, como el pan, la vivienda, la ropa, la asistencia médica, la seguridad física y social? Excluir de estos bienes a muchas personas, o a unas pocas, o a una sola persona, es una injusticia flagrante.
Pero hay otra clase de bienes sociales -llamémoslos inmateriales, si queremos- que no son menos valiosos. La compañía, la amistad, la cultura, la esperanza, el afecto, disfrutamos de estos bienes porque vivimos en sociedad. Negárselos a una persona es tan injusto como privarla de pan o de medicinas.
Ninguna organización política, por muy justa que sea, puede proporcionar a sus ciudadanos estos bienes. Tampoco es el papel del Estado. Es responsabilidad de cada persona, la familia, la sociedad civil, las organizaciones no gubernamentales y las instituciones religiosas. Estas entidades deben «obligar» a los poderes políticos a ordenar las cosas de manera que nadie quede excluido de los bienes materiales, pero antes deben llenar de esperanza y sentido a los necesitados, darles consuelo y ternura, fomentar su autoestima y alegría, y ofrecerles también, si son creyentes, la gracia divina.
Sólo la solidaridad inteligente puede poner fin a la injusta exclusión y hacer que los participantes en los bienes materiales e inmateriales sean sus legítimos propietarios: todas las personas. Empezando por los más vulnerables y solos. Los que se lanzan a un agujero como los topos o a las ramas de un ciprés como los búhos.
Abílio Pina Ribeiro, cmf
(FOTO: Pete Nuij)