POR DONDE CAEN LOS PUENTES

Uno de los males de la política de hoy es la búsqueda de visibilidad, la preocupación de hacer cosas mediáticas, gestos y frases que pasen en los medios de comunicación. Inaugurar un puente, una autopista, un estadio o una feria popular favorece la imagen, da derecho a aplausos y vivas, rinde votos. Verificar el estado de los pilares que están bajo el agua y repararlos, pasa desapercibido: no tiene inauguración, no se cortan las cintas, los focos están ausentes. Así que no se hace y los puentes acaban cayendo.

Este hambre de llamar la atención se percibe en los políticos y en otros sectores de la sociedad. “Quien no aparece, olvida”: luego, no subes, no haces carrera. Lo peor es que, a pesar de la exageración, alguna razón tiene Edson de Athayde: “El cerebro humano comienza a trabajar en el momento en que la persona nace y no se detiene hasta que ella sube a un podio para hacer un mitin”. O hasta que vea un micrófono, una cámara de televisión, el bolígrafo de un periodista. Mi aplauso para los que dan la cara en defensa de los derechos humanos.

Pero es ridículo mirar las personas a correr para las cámaras de televisión como las mariposas hacia la luz, quemando las alas del sentido común con afirmaciones difíciles de probar o con respuestas para todas las preguntas y soluciones a todos los problemas. Temo que, así, la Iglesia adquiera notoriedad pero pierda en testimonio,  ande en las bocas del mundo pero no gane credibilidad. El proprio Jesús censuró aquellos que tocaban campanillas para que la gente se fijara en ellos.

Él ciertamente recomendó que nuestra luz brillara, que fuéramos como ciudad construida en lo alto, que hiciéramos obras que pudieran verse. Pero también nos quiso humildes como la sal y nos mandó amasar la vida con fermentos escondidos. Sin girándulas de cohetes, sin lanzarnos desde el pináculo del templo o de la torre de los clérigos.

Es normal que nos preocupemos por la marginación social de la religión, una vez que no se trata de un elemento secundario, del fuero meramente privado. Se comprende que nos preocupe el oscurecimiento del sentido religioso en el corazón del pueblo y en su cultura. Nuestra fe tiene, sin duda, una función comunitaria y social. Una exigencia de visibilidad. No para protagonizar ni deslumbrar. Pero para iluminar únicamente. Para ser señales, faros, que ayuden las personas a navegar en la noche.

La visibilidad es el resultado, el fruto -espontáneo, natural, necesario- de la autenticidad. Un espino no dará más que espinas. Una buena planta produce forzosamente buena fruta. Una rosa verdadera tiene mismo de difundir perfuma. Ya una flor de plástico no hace eso. Una encina brasileña no puede dejar de calentarse. Un montón de papel de color fuego no calienta nada, solo engaña.

Lo que más debilita a la Iglesia -explicó Juan Pablo II- no es la disminución numérica, la pérdida de relevancia social de instituciones, otrora gloriosas. Lo que más debilita la Iglesia es la pérdida de adhesión al Señor y a la propia misión. El déficit de autenticidad. La Iglesia no florecerá por tener muchos miembros, por llevar a cabo muchos emprendimientos, por mostrar una excelente organización. Crecerá en la medida en que mantenga ardiente el fuego del Evangelio y aumente el número de aquellos que, silenciosamente, a la sombra de la Cruz de cada día, edifican el mundo presente, sin tirar los ojos del horizonte eterno.

Por lo tanto, hay una serie de preguntas que tenemos que hacer: ¿Cómo hacer más visible la gratuidad y el desprendimiento de nuestras obras? ¿Son nuestras prácticas educativas, pastorales, realmente compasivas como las de Jesús? ¿Estamos realmente del lado de la justicia y la verdad, la libertad y la belleza, o simplemente decimos que lo estamos? ¿Ante los desafíos actuales nos limitamos a elaborar discursos de recorte eclesiástico o intentamos hacer de nuestras vidas parábolas que den luz y cuestionen?

“Lo esencial es invisible a los ojos” Si no cuidamos de los cimientos, de los pilares invisibles, nuestros magníficos puentes corren el peligro de ir abajo.

 

Abílio Pina Ribeiro, cmf

(FOTO: Modestas Urbonas)

 

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