Posiblemente son las doce.
La hora establecida para anudar los cálculos.
Plenitud en la luz,
relámpago amoroso
en un desdén purísimo de tactos.
La sombra de mis besos es una mancha apenas
en un espacio
sin alteraciones visibles.
Consulto el calendario,
ordeno los papeles
y me detengo.
Me miro en el espejo de este aroma
que embriaga la piel
y me consume
en sucesiones arbitrarias.
Después de la palabra, otro silencio emerge.
Rema mar adentro, sin brújula.
Acaricia las olas de oscuros pensamientos.
Vuelve otra vez a recrearse,
seguro de sí mismo, habituado
a recorrer las calles solitarias
de una escritura inútil.
Descompone impasible la sintaxis
de los objetos vanos, de los afanes turbios,
de la diaria insensatez
cosida al pantalón y a la caricia.
Yo respeto el silencio y me respeta.
Es el rito preciso que antecede
a la entrega amorosa de los cuerpos
cuando quieres tallar con la palabra
la esfinge temblorosa de una luna amarilla
en el espejo oscuro
de la conciencia última.
La primera caricia de la luz
al despuntar el alba.
El roce inesperado
de una tristeza adolescente.
Ahora, por ejemplo, los espacios en blanco,
el tiempo indefinido hasta alcanzar la orilla,
el vaivén, los torpes ademanes,
las cavilaciones, el tacto
o la caricia prolongada,
la vigilia, los sueños despuntados,
la caravana de fantasmas
cruzando este desierto
¿no son las cicatrices
que dejan en la piel
los silencios fecundos de la sangre?
La luz de esta mañana tiene aliento,
sabores renovados y ternura.
Se despiertan los sueños y madura
la vida.
Blas Márquez, cmf