«Pienso, luego existo»

Cada persona es una palabra de Dios que nunca se repite. O una melodía que nadie más puede cantar. Dicen que no hay dos auroras o copos de nieve iguales y que, después de crear un ser humano, Dios rompe el molde y vuelve a empezar. Cada uno de nosotros es sorprendente y único.

Sin embargo, la sociedad actual se parece más a un rebaño de corderos que a una comunidad de seres diferentes. Los medios de comunicación aplastan las mentes como un rodillo compresor; las modas hacen el resto. Creemos que somos libres; pero al obligarnos a ver las mismas imágenes, escuchar las mismas noticias, beber los mismos comentarios, tragar la misma comida basura, utilizar la misma jerga, acabamos soltando los mismos balidos y en realidad no es más que un cordero. Cada vez son menos las personas que ejercen el derecho a la diferencia, a la indignación, a tener pensamientos y acciones propias, legítimas e independientes.

El rasgo más característico del mundo moderno es la importancia que se da al individuo. Durante siglos el ser humano vivió en el anonimato, perdido en el fondo de las instituciones económicas, políticas y religiosas. En el siglo XVII, el filósofo Descartes resumió el giro que se estaba produciendo: «Pienso, luego existo». En otras palabras, no tengo que aceptar lo que me dicen sólo porque alguien lo dijo o porque lo acepta la tradición, o porque la sociedad me lo impone, o porque la religión lo manda, o porque siempre se ha creído y siempre ha sido así. Todo tiene que pasar por el filtro de la crítica. «Atrévete a pensar por ti mismo», ese sería el lema del iluminado.

Que nadie diga que no han salido cosas positivas de ello. Cuando alguien piensa por sí mismo, surge la diversidad, se multiplican los puntos de vista, las formas de interpretar la vida y las costumbres. El mundo se vuelve más colorido y rico. Según Urs von Balthasar, «la verdad es sinfónica», está formada por las parcelas de verdad que todos poseemos. ¿Quién no prefiere una biblioteca de mil libros diferentes a una de mil volúmenes repetidos?

Vivimos en una sociedad rabiosamente humanista, en una tierra de individuos orgullosos de su autonomía y libertad. En los últimos cuatro siglos se han producido espléndidas declaraciones sobre los derechos humanos; la democracia se ha afirmado como el espacio adecuado para el ejercicio de las libertades. Las preocupaciones humanistas nos llevan a cultivar el cuerpo, que forma parte de nosotros, y a reconocer la importancia de la felicidad y el placer.

Sé que no todo son rosas. El pluralismo puede ser un buen correctivo contra las posiciones fanáticas y dogmáticas; pero si dejamos que cada persona determine lo que es bueno y lo que es malo, ¿no caeremos en el relativismo respecto a cualquier convicción que pueda ser estable? Y, de hecho, ¿no se está acentuando la falta de confianza en los valores absolutos, la negación de la trascendencia? ¿Y no se está convirtiendo la superficialidad- disfrutar del día a día, «disfrutar» del momento presente- en la forma de estar en el mundo?

Las exigencias humanistas llevan a las personas a salir del anonimato, a activar su conciencia y sus talentos, a defender los derechos humanos, a cuidar su cuerpo y a disfrutar de las muchas cosas buenas que les ofrece la vida. Sin embargo, a menudo el resultado es el narcisismo, la existencia de hombres y mujeres cada vez más curvados en su propio «yo», incapaces de amar a nadie fuera de sí mismos, aislados en su propia casa, achatados en su trascendencia. ¿Acaso el individualismo, ese proyecto de vida a merced del prójimo, no extiende su ala negra sobre nuestra sociedad?

Lejos de mí la ingenuidad de considerar respirable todo el aire del mundo moderno, de ver en la nueva cultura sólo flores de bondad. Y aquí quiero subrayar lo que creo que es una de las raíces de nuestras desgracias: el hecho de haber dado la vuelta al «pienso, luego existo» de Descartes. Para muchos de nuestros contemporáneos parece más acertado decir: «No pienso, luego existo». Me divierto, consumo, me conformo, me asombran los medios, por lo tanto soy alguien».

Abismado ante la fragilidad humana, Pascal dijo que el hombre es una caña, muy débil, pero pensante, y por tanto más resistente y noble que todo el universo. Una caña pensante. ¡Y nosotros nos empeñamos en convertirlo en una caña al sabor y capricho del viento!

Una persona que no piensa se convierte en un descampado barrido por todas las modas, conformismos, ideologías e intereses más diversos. Y ahí la tenemos manipulada, instrumentalizada, convertida en muñeco. El hombre productor, consumidor y televisionario sustituye al hombre consciente, reflexivo y responsable. Hay quien piensa por él, quien elige en su lugar, quien decide en su turno, quien le chupa los sesos. ¿No compara la Biblia no compara tales humanos a los animales que son sacrificados?

Quien salva a la persona de cada siglo es ese puñado de hombres y mujeres que se niegan a perderse en el rebaño, que tienen sus propias ideas que les iluminan la vida y se disponen a subir la colina.

 

Abílio Pina Ribeiro, cmf

(FOTO: starline)

 

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