El prejuicio consiste en juzgar la realidad, en particular a las personas, sin tener cabal conocimiento o antes del tiempo oportuno. Un prejuicio es una opinión previa acerca de algo que se conoce poco o mal. Los prejuicios inducen a excluir a aquellas personas que no encajan en nuestros esquemas mentales. Somos muchos los que tendemos a negarlos o los envolvemos en falsas justificaciones que nos evitan una mala conciencia.
¿Crees que todos los musulmanes, sin excepción, son fundamentalistas? ¿Te inspira más confianza un hombre que una mujer, o viceversa? ¿Entablarías antes una conversación con una persona delgada que con otra obesa? ¿Te sientes espontáneo entre quienes no piensan como tú? ¿Tienes claras las respuestas? Reconozcámoslo: somos subjetivos. Podemos llenarnos de mil y una justificaciones, pero en realidad la mayor parte de las veces nos movemos por criterios inconscientes. Tales criterios suelen convertirse en una crítica realizada sin los suficientes elementos previos para fundamentarla. Resultan peligrosos porque suelen ser negativos hacia las personas y fomentan la división. Si un sujeto cree que alguien es malo, no se acercará ni siquiera para conocerlo y comprobarlo. Los prejuicios nos llevan a excluir a otras personas por el simple hecho de ser distintos.
Los entendidos dicen que los prejuicios tienen un origen biológico. Nuestros ancestros necesitaban reaccionar rápido ante el peligro de lo desconocido. Tenían que hacerlo sin darse tiempo para la reflexión. Su pensamiento podría resumirse así: «animal salvaje =peligro=corre». Aunque ahora no convivamos con animales salvajes, el mecanismo de asociación rápida sigue activándose ante ese miedo a lo desconocido que hace que marginemos al otro por su aspecto distinto.
Jesús suprimió los prejuicios. Un caso, entre muchísimos otros, lo muestra. En cierta ocasión, “fatigado por el viaje” (Jn 4, 6) se sentó junto a un pozo. Y le pidió a una mujer samaritana que se le acercó: “dame de beber” (Jn 7, 7). Con esa súplica superó las barreras de hostilidad que existían entre judíos y samaritanos y rompió los esquemas del prejuicio en frente de las mujeres. Su simple ruego fue el inicio de un diálogo sincero, mediante el cual Jesús, con gran delicadeza, entró en el mundo interior de aquella persona a la cual, según los esquemas sociales, no tendría ni si quiera que haberle dirigido la palabra. Pero Jesús lo hace. Jesús no tiene miedo. Jesús cuando ve una persona va adelante porque ama, nos ama a todos, no pasa de largo jamás ante una persona por prejuicios. Después puso a la samaritana frente a su realidad, no juzgándola sino haciéndola sentirse considerada y reconocida en su dignidad, y suscitando así en ella el deseo de ir más allá de su desencuadernada vida.
Jesús nos pide apreciar la diferencia como un valor. Reconozcamos nuestros prejuicios y desarrollemos actitudes empáticas para amortiguar sus efectos discriminatorios. Antes de apresurarnos a generalizar, seamos conscientes de que conocemos una parte mínima de la realidad. Es bueno saber… ¡que no sabemos! Es posible y vale la pena por justicia, por respeto y por crecimiento personal.
Juan Carlos Martos, cmf