En las estantería de mi habitación cuento con un puñado selecto de comentarios bíblicos. Esos libros me enriquecen y, además, representan una inestimable ayuda para la preparación de mis charlas, homilías y predicaciones. Sin ellos me resultaría más difícil la comprensión de la Palabra de Dios, y vería reducidas mi posibilidades de comunicarlas… aún después de pasarla por la oración para alcanzar mi síntesis personal.

No tengo la menor duda de que la mejor predicación tendría que ser la que vivimos de hecho, la que somos capaces de mostrar con nuestra vida normal. La que dé apoyo no tanto en las palabras sino en ese lenguaje universal que no es otro que el de la coherencia y el ejemplo. Me siento reflejado en aquella frase de Friedrich Nietzsche cuando acusaba a los cristianos reprendiéndoles: “Si la buena nueva de vuestra Biblia estuviese escrita en vuestra cara, no tendríais que insistir con tanta obstinación para que se crea la autoridad de ese libro. Vuestras acciones tendrían que hacer superflua la Biblia, porque vosotros tendríais que ser continuamente la Biblia misma”.

Hay, sin duda una parte de verdad en sus palabras. Tengo que reconocerlo. Pero no se pueden universalizar. Ni mucho menos. Siendo honestos con lo real, por los caminos del mundo no sólo encontramos rostros planos por la indiferencia o seducidos por el egoísmo, también deambulan muchísimas caras que son comentarios vivientes del Evangelio. Se trata de jóvenes y ancianos, fieles y personas que creen que no creen pero que viven una existencia íntegra y generosa. Cada día los encontramos. El Papa Francisco los denomina “santos de la puerta de al lado”. Son los que ha derribado entre ellos y los demás y Dios “la muralla china del yo”.

En efecto, los encontramos. Hay muchas personas que no viven separadas de la gente, ni en un monasterio, ni en una cueva del desierto. Su vida es normal: viajan en autobús, compran en el supermercado y llevan a los niños al colegio. Se adaptan en sus costumbres y usos a las de la gran mayoría de sus conciudadanos. Pero transpiran otro olor porque tratan de vivir como buenos seguidores de Jesús. Como decía el anónimo autor del Discurso a Diogneto “lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo […] Tal es el puesto que Dios les señaló y no les es lícito desertar de él”. Por eso, un cristiano que no viviera inserto en el mundo sería un desertor. Quizás su vida no sea del todo perfecta pero, aún en medio de sus inevitables imperfecciones y caídas, siguen adelante, transmiten alegría, agradan al Señor y nos hacen un indecible bien a todos. Y la mayor parte de las veces lo hacen sin darse cuenta. Su fe no les hace desertar.

Juan Carlos cmf

(FOTO: Hannah Busing)

 

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