Muertes en la frontera

Denuncia del Ex Rector de la Universidad de Comillas

 

«Europa se mueve en la contradicción entre una retórica a favor de los derechos humanos y la solidaridad, por un lado, y el cortoplacismo o la subcontratación de quien no tiene código humanitario para resolver los problemas, por otro. Y, por lo que acabamos de ver, nuestro Gobierno ya ni se mueve en esa tensión y ha renunciado incluso a la retórica humanista de la que tanto ha alardeado en un pasado reciente».

Lo que sucedió el viernes 24 de junio en Nador es tan grave e indigno que solo da pie a la vergüenza y la consternación. Nuestro Gobierno ha pasado de considerar las concertinas en las vallas como atentado contra los derechos humanos a legitimar y aplaudir la actuación contundente de la Policía marroquí y el auténtico reguero de muertes que ha dejado. Entre una y otra acción por el camino se ha ido difuminando la percepción de la dignidad de las personas pobres que en condiciones inhumanas esperan en la frontera pasar a España. Son pobres de solemnidad, no tienen qué comer, pero tampoco nada que perder, porque ya están despojados de todo. Su tragedia ya ni estremece, por ella los medios pasan casi de puntillas y el Gobierno la asume como efecto de daños colaterales causados por culpa de las mafias internacionales, agradeciendo a Marruecos que se haya empleado a fondo por evitar el asalto violento. Acaso querría deslizar alguna (auto)crítica, pero cobardemente la reprime porque teme volver a incomodar al Monarca alauí.

La banalización del espanto ha llegado a cotas insospechadas. Acaso la familiaridad con la muerte cotidiana que nos ha traído la salvaje guerra de Rusia contra Ucrania convierte la muerte de unos cuantos seres humanos más en ‘peccata minuta’. Al ver las imágenes de decenas de chicos subsaharianos apiñados en el suelo, sin que se pueda distinguir quién está vivo y quién muerto, uno queda estupefacto por la falta de valor que se le reconoce a esas vidas. Por algún inconsciente proceso de cosificación se consigue despojarlos de su dignidad intrínseca y sin ella se les priva de derechos humanos.

A mí me ha afectado profundamente su muerte y me ha sublevado la falta de compasión de las autoridades políticas ante la tragedia. Nada más lejos de mi intención que meterme en juicios partidistas, solo quiero hacer una reflexión moral sobre el proceder de personas que desempeñan las más altas tareas políticas. Con la más absoluta naturalidad, el presidente del Gobierno ha situado su discurso al nivel de los populistas más duros de Europa. El que inauguraba su mandato aceptando la llegada de los 629 inmigrantes a bordo del Aquarius, mostrando su humanidad frente a la dureza del italiano Salvini, sencillamente ahora da por amortizadas las vidas segadas, y agradece a Marruecos los servicios prestados y los que tendrá que prestar, dando por buenos sus métodos de gendarme de las fronteras.

Hay tal abismo entre una y otra actuación que uno no puede menos que pensar que se está cumpliendo eso de que el poder corrompe moralmente. Cualquier crítica que venga de sus labios criminalizando a la ultraderecha en materia de asilo y migraciones –que sin duda vendrán– sonará a partir de ahora a hueca, inane y superflua.

Es hora de que asumamos que la mayoría de los migrantes y todos los refugiados que pugnan por entrar en Europa huyen de sus países asolados por las guerras, el hambre, las persecuciones políticas o religiosas o el genocidio, y en su huida atraviesan calamidades y extorsiones varias. El Papa les llama «dolientes embajadores de la no escuchada paz». Conviene saber que la mayoría de los que querían saltar la valla de Melilla eran de Sudán y que el año pasado al 91,75% de los sudaneses que presentaron la solicitud de protección internacional se la dieron gracias al impecable trabajo de la Policía en la oficina de Beni Enzar (Melilla). Lo increíble es que esos chicos de Sudán, Chad, Eritrea o Níger para llegar a esa oficina literalmente tienen que jugarse la vida. ¡Hacen falta vías legales y seguras de acceso a la solicitud de protección internacional!

Sé perfectamente que las agudas dificultades para manejar con solvencia mínima los flujos migratorios no pueden reducirse a una explicación simple. En ellas confluyen causas diversas y extremadamente complejas como el regresivo sistema Schengen, los graves desacuerdos sobre la regulación del derecho de asilo y la incapacidad de alcanzar una política migratoria común y global con visión de medio y largo plazo; o la ausencia de acciones eficaces de desarrollo humano sostenible en algunos de los países más pobres y violentos de la tierra. También creo que afecta muchísimo el abismal desconocimiento que tenemos sobre la situación de muchas áreas del continente africano. Estamos al día sobre la guerra en Ucrania y más o menos sobre lo que pasa en el norte de África, pero nuestra ignorancia se vuelve crasa respecto de lo que hay al sur del Sahara.

Ante una realidad tan enorme y desconocida, la alarma del ‘efecto llamada’ prende como llama en un pajar seco, provocando un miedo atroz que nubla la mente y exonera de la obligación de conocer la realidad de los que suplican entrar en Europa. Más sencillo es criminalizarles para no sentirse obligados a saber por qué vienen y qué piden. El corolario es la «cultura de muros» (Fratelli tutti 27), que hace imposible «acoger, proteger, promover e integrar» (FT 129). Desde luego, hay que evitar la demagogia con un asunto tan complejo y donde el drama humano se muestra tan en carne viva: lo ideal sería evitar las migraciones innecesarias creando en los países de origen posibilidades efectivas de vida y desarrollo digno, pero mientras tanto toca «respetar el derecho de todo ser humano de encontrar un lugar donde pueda no solamente satisfacer sus necesidades básicas y las de su familia, sino también realizarse integralmente como persona» (FT 129).

Europa se mueve en la contradicción entre una retórica a favor de los derechos humanos y la solidaridad, por un lado, y el cortoplacismo o la subcontratación de quien no tiene código humanitario para resolver los problemas, por otro. Y, por lo que acabamos de ver, nuestro Gobierno ya ni se mueve en esa tensión y ha renunciado incluso a la retórica humanista de la que tanto ha alardeado en un pasado reciente.

El Papa Francisco ha recordado que los fundadores del proyecto europeo eligieron la palabra «comunidad» para identificar el nuevo sujeto político que estaba constituyéndose no por casualidad, sino porque es precisamente en comunidad donde se promueve la dignidad humana y se arraigan los valores y las tradiciones de sentido que tejen vínculos y capacitan para reconocer en cualquier ser humano un hermano; una persona que, en su diversidad y vulnerabilidad, aporta a la vida en común de todos; no un ser inferior o descartable, que se puede eliminar, o un enemigo que hay que doblegar. Justo la ignominia que sucedió en la frontera de Melilla con las subsiguientes declaraciones gubernamentales.

Aunque los poderosos de la tierra hagan oídos sordos, la Iglesia lanza una fuerte llamada a vivir como «caminantes de la misma carne humana, hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos» (FT 8). Esa llamada le dice a nuestra conciencia que son tan humanos los refugiados ucranianos como los subsaharianos y que solo se trabaja seriamente por la paz con justicia.

 

Julio Martínez S.J.

ABC 6 julio 2022

(FOTO: CARBAJO)

 

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