SAN MOISÉS. 4 de septiembre
No estudió el catecismo. No hizo la primera comunión ni recibió ningún sacramento. No fue nunca a misa. Y, sin embargo, la Iglesia lo tiene en la lista de sus santos. Porque Moisés fue amigo personal de Dios y habló con Él cara a cara.
Salvado de las aguas. Criado junto al Faraón. Elegido para salvar a su pueblo. Instrumento de Dios en las plagas. Caudillo desde el mar Rojo. Y ya en el desierto, el hombre de la Alianza: Amigo de Dios, padre del pueblo, legislador, juez, guerrero, libertador…
Es el hombre fuerte como un titán que se resiste a aceptar las debilidades de su pueblo.
Dios permite su fracaso. Viendo ya la Tierra Prometida, muere con la esperanza incumplida de entrar en la tierra de Canaán.
El que extendió su mano en el mar y lo secó o hizo brotar agua de la roca en el desierto, o consiguió de Dios el maná y las codornices para quitar la hambruna del pueblo, no disfruta su máximo proyecto humano: entrar en la Tierra de Promisión.
El sinsabor de la derrota humana es permitido por Dios para que reconozcamos nuestra flaqueza. Sin mí, no podéis hacer nada. Nada es imposible para Dios. El fracaso en lo humano marca la dependencia del creador que, muchas veces escribe derecho con renglones torcidos.
Confianza, es precisa confianza, como la del hombre tartamudo que va a llevarle recados y amenazas de parte de Dios y que, ante los fallos repetidos de su pueblo, no se desalienta. Porque confía, no en el pueblo, sino en el Señor, rico en misericordia y que tiene más empeño por este pueblo de dura cerviz que él mismo.
En medio del desnorte generalizado que toca vivir, la confianza en el Señor irá abriendo caminos, sea por el desierto, sea por el mar.
Y tú, ¿hasta dónde confías en Dios?
Carlos Díaz Muñiz, cmf