La herejía típica de nuestros días es la de los que pretenden hacer de la Iglesia un «autoservicio» donde cada cual elige las verdades y las normas a su gusto, tomando unas y dejando otras. Al considerar la Iglesia como un restaurante, el cliente echa un vistazo al menú, selecciona sus platos favoritos y, tal vez, incluso los manda preparar.
Esta herejía propiamente ya tiene barbas, porque siempre hubo quien, aceptando teóricamente el universo integral de la fe o de la moral, saltara este o aquel punto. Con una diferencia, sin embargo: antes, quien así procedía reconocía su error, se confesaba pecador y, con mayor o menor seriedad, hacía el propósito de enmienda. Hoy, el caso cambia de figura: algunos pretenden ser católicos en pleno, aunque no creen en la presencia eucarística, en el infierno, o desprecian abiertamente amplias franjas de la moral cristiana.
Creo que en todo esto subyace una imagen desformada de Dios y del ser humano. Dios es, ciertamente, el Padre misericordioso que enciende el sol para griegos y troyanos y enseña a perdonar setenta veces siete. El corazón de Dios sólo sabe amar, los labios de Dios sólo saben besar, las manos de Dios sólo saben acunar y acariciar. Pero no hagamos de Él un viejito bonachón y pasa culpas que siempre es condescendiente y a todo sonríe con indulgencia. Es un Padre que evalúa y juzga la conducta de sus hijos asomándose al fondo de su corazón.
Y aquí también tenemos una imagen borrosa de la persona humana. El hombre del que habla la Biblia no corresponde a la estampa que de ella hace la cultura laicista contemporánea: un Prometeo abrasado en fuego divino, que dicta autónomamente sus leyes, abre los caminos que realmente quiere seguir, construye su vida únicamente sobre la base de sus propios recursos y caprichos. Un ser humano sin referencias, sin puntos de apoyo, no es más que una marioneta que se mueve por todos los lados, pero no sabe a dónde va.
Los que tienen esta concepción de Dios y de la persona humana solo admiten, por supuesto, la doctrina de la Iglesia o la Palabra de Dios en la medida en que venga a aprobar o bendecir las propias elecciones y opciones. No hay verdades objetivas, ni criterios universales. Se prefiere a la brújula el molinete.
Lo que realmente se pretende es una Iglesia domesticada que dé por bueno y lícito lo que el laicismo soberano o el desvarío de las costumbres hayan decretado previamente como tal.
En la época del aborto, de la eutanasia, de todo tipo de experiencias con el genoma humano, de los terrorismos, del telebasura, se reclama una Iglesia que bendiga todo, que aplauda todo, que pase por encima de todo. Una Iglesia que deje de ser conciencia crítica de la humanidad a la luz del mensaje divino. Y que admita el relativismo de quien pretende encontrar la verdad a través de los propios deseos y opiniones particulares. Una verdad subjetiva, cerrada sobre sí misma, al gusto del cliente.
La enseñanza dogmática y moral es parte inseparable de la misión de la Iglesia. Y agrade o desagrade, las cosas son así. El Evangelio nunca ha sido fácil de tragar por completo, pero la Iglesia no puede renunciar a su deber. Y un ciudadano puede ser católico o no ser católico, pero no puede engañarse a sí mismo fabricando una vida cristiana a la «elección del cliente» o «a la moda de la casa».
Abílio Pina Ribeiro, cmf
(FOTO: Kaleidico)