Acercarse a ver Maixabel es un ejercicio emocionante que difícilmente deja indiferente. En julio de 2000 un comando terrorista de ETA asesinó en Tolosa a Juan Mari Jáuregui, exgobernador civil de Guipúzcoa. Su esposa, Maixabel, y su hija vivieron como tantos otros el dolor de la pérdida y la angustia de ver cercenadas sus ilusiones, sus posibilidades de volver a vivir momentos de felicidad plena. Pero también asistimos en Maixabel a la hecatombe emocional vivida por quienes asesinaron en nombre de razones que el tiempo quitó el sentido que nunca tuvo. Asistimos, pues, al encuentro de dos emociones, dos dolores, dos espacios de pérdida de sentido. Y asistimos también al retrato de la posibilidad (casi imposible) de la reconstrucción emocional de quienes un día se perdieron y tras un duro trayecto se volvieron a encontrar, o al menos se pusieron en camino con la esperanza de lograrlo algún día.

La realizadora Icíar Bollaín nos invita a sumergirnos en un relato difícil que, en más de un momento provoca emociones. El retrato de la viuda del político asesinado es hondo y profundo; su capacidad de perdón no elude mirar la negrura de los asesinos y hacerlo desde el distanciamiento, sin que esto suponga falta de arrojo por su decidido gesto de encontrarse con ellos, escucharles, hablarles, y hacerlo de manera contenida, con profundo sentido de la medida. Sus palabras son el eco de muchas vivencias y expresan una grandeza de ánimo que resulta sencillamente conmovedora. La actriz Blanca Portillo nos traslada, con su sensibilidad, la entereza de esa mujer admirable. Junto a ella, su hija participa del camino iniciado por su madre, aunque lo haga de otra manera, apoyándola y dándole el ánimo necesario que ella siente que no tiene.

Por otro lado, el retrato de los asesinos nos ofrece la imagen de quienes han perdido el norte en sus vidas y bracean en un mar tempestuoso intentando llegar a una orilla donde descansar. No es fácil, pues atraen las miradas recelosas y esquivas de unos y otros, de quienes un día les apoyaron y no aceptan su decisión de reorientar el camino, y de quienes siempre les considerarán asesinos. Son retratos difíciles de esbozar (y es grande el mérito de Icíar Bollaín), casi inconcebible mirarles y atender sus voces quebradas, sus gritos de autoinculpación y arrepentimiento. No es ajeno al resultado obtenido la interpretación de Luis Tosar y Urko Olazábal, que trasladan al espectador la angustia existencial en que se hallan.

Maixabel se mueve en un terreno difícil. Habla del poder curativo del perdón y de sus dificultades, pero elude la equidistancia; no sitúa las dos partes en diálogo en un plano de igualdad. Al final queda la impresión de que Maixabel Lasa se ha reconstruido, cosa que no sucede en el caso de los etarras arrepentidos. Por otro lado, estos manifiestan con palabras y gestos sus disculpas y su petición de perdón. Maixabel no verbaliza su perdón, pero los escucha y en una última escena emocionante acude al homenaje tributado a su esposo, acompañada por uno de sus asesinos que tras depositar unas flores ante el monumento conmemorativo vuelve a situarse junto a ella, cobijándose de las miradas de quienes se mueven entre la sorpresa y la incredulidad.

 

Antonio Venceslá Toro, cmf

 

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