Los tropezones

Nadie pone en duda la realidad de que todos caemos. No me refiero al porrazo físico, al caerse hasta rodar por los suelos. La tomo en el sentido moral de culpa, error, pecado. Diariamente tropezamos y vemos tropezar a otros. Y así ocurre que se nos escapa una palabra airada que hiere al otro; o nos dolemos por esa incapacidad de cortar de una vez una adicción que nos encadena; o nos sorprendemos mintiendo por vergüenza; o siendo demasiado intransigentes en cosas sin importancia, o egoístas, o autoritarios, o malhumorados sin razón, o metiendo la pata… ¿Por qué tendemos a ser manirrotos en nuestros gastos y tacaños al ayudar a quienes nos pide? ¿Cuántas veces, incluso sin quererlo, nos llenamos de espinas que acaban clavándose, como alfileres, en el corazón de alguien? Bernanos era aún más radical cuando aseguraba que «nuestros pecados ocultos envenenan el aire que otros respiran». Los ejemplos se pueden multiplicar. Cada uno guardamos la memoria dolorida de nuestros traspiés, aunque nos cueste reconocerlos y más aún manifestarlos.

Esto viene a confirmar, sin necesidad de comprobaciones, que la caída forma parte de la debilidad de nuestra libertad, de la fragilidad de nuestra voluntad, de la culpabilidad de tantas de nuestras decisiones. El desplome muestra que en el ADN llevamos impresa la marca vergonzosa de nuestra vulnerabilidad. La sufren los demás. La sufrimos también nosotros.

Pero con una diferencia. Hay quienes, tras un tropezón, caen en el mal y allí se quedan tan tranquilos (o no tanto). La suya es una actitud de capitulación, o una opción de comodidad. Se quedan chapoteando en el cieno, olvidando del cielo del que han caído. Esto es precisamente el vicio: “equivocarse y no corregirse”. Mark Twain, reconocía lo que cuesta liberarse de sus cadenas: “Nadie se desembaraza de un hábito o de un vicio tirándolo de una vez por la ventana; hay que sacarlo por la escalera, peldaño a peldaño”.

Sin embargo, hay otros que también han tropezado, han caído en el pecado, se han hundido en las arenas movedizas del error; pero no se resignan… Por eso se agarran a una roca firme, la más segura, para salir a flote fatigosa y humildemente. Esos son los que tratan de levantarse después de cada caída. Saben que caer es algo inevitable y que levantarse es opcional. Ellos no se rinden y tratan de ponerse en pie. Su noble decisión les facilita escuchar el mismo perdón de Cristo a la adúltera: “Tampoco yo te condeno. Puedes irte, y no vuelvas a pecar” (Jn 8,11).

Juan Carlos cmf

(FOTO: Connor Jalbert)

 

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