Los cerrojos del alma

Una familia perdió un hijo por suicidio. A sus veintitantos años se había vuelto peligrosamente depresivo. Hasta hubo un intento inicial de suicidio frustrado. Queriendo ayudarle, su familia le llevó a casa, procuraron acompañarle permanentemente, le llevaron a los mejores especialistas… Intentaron todo lo posible para hacerle salir de ese infierno. Nada funcionó. Al final el muchacho logró quitarse la vida.

Ante un caso así, se palpa hasta qué punto puede ser impotente el amor humano. Todo el esfuerzo, la paciencia y el amor del mundo se vuelven incapaces de rescatar a una persona deprimida, encerrada en sí misma, atrincherada, inaccesible y abocada a su autodestrucción. Y cuántos sentimientos de miedo, culpa y desesperación desencadena en los que la quieren y tratan de ayudarle. El amor, en casos así, se muestra nulo e impotente.

Afortunadamente los seguidores de Jesús creemos en el poder redentor último de un amor más allá del nuestro y que es capaz de llevar a cabo esa redención. El amor de Dios no se bloquea como el nuestro. Puede atravesar las puertas cerradas, entrar en los corazones acorralados e insuflar paz y vida a las personas aterradas y paralizadas.

Esta esperanza la confesamos semanalmente en uno de los artículos de fe que recitamos todos los domingos: “Descendió a los infiernos”. ¡Qué enunciado tan increíble! Nuestro Dios no es aquel «dios de infierno en ristre» del que hablaba Blas de Otero, sino el que descendió ad inferos. Si esto es cierto, y Cristo es la Verdad y la Vida, el corazón humano tiene a su alcance un consuelo inquebrantable: El amor triunfará. El amor de Dios es tan empático y compasivo que puede perforar toda barrera que construyamos con nuestros miedos… o con nuestros odios. Dios nos puede ayudar incluso cuando no podemos ayudarnos a nosotros mismos. Él nos da poder para abrir mínimamente nuestra puerta para dejarle entrar. Eso no es solamente consolador, sino también correctivo de una errónea espiritualidad que da por imposible la sanación de muchos que se mueven por los abismos de la vida.

A diferencia del nuestro, el amor de Dios no se queda impotente llamando a la puerta de la depresión, del miedo, del dolor o de la enfermedad. No exige que una persona saque primero fuerzas para realizar el movimiento inicial de abrirse a sí mismo a la sanación. No hay infierno -infierno personal de heridas o depresiones, miedo o enfermedades, amargura o desesperación- a los cuales el amor de Dios no pueda y no vaya a descender. Una vez allí insuflará la paz del Espíritu Santo, que es el Señor y Dador de la Vida.

Juan Carlos cmf

(FOTO: Kenny Eliason)

 

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