El mes de noviembre se sitúa en el calendario de nuestro hemisferio norte como tiempo de otoño. Tradicionalmente se le asocia a la muerte por celebrarse la fiesta litúrgica de los Fieles Difuntos el segundo día del mes. Noviembre nos trae recuerdos de ausencias. El dolor que impone la despedida de un ser querido es muy duro. Y es particularmente desgarrador cuando esa persona fallece. El amor se torna en sufrimiento, padecimiento, porque es deseo de comunión con quien se ama y… se pierde. Tal vez por eso la palabra pasión signifique sufrimiento y, por extensión, designe también al sentimiento amoroso.

Notemos sin embargo que al despedirnos de alguien, tal adiós no es tanto una irreversible desaparición sino un tránsito. Decimos adiós y dejamos de estar mutuamente presentes de una manera concreta para pasar a un nuevo escenario, tal vez impensable y, a la larga, puede incluso mejorar el vínculo que nos une.

Aunque suene abstracto, no lo es. Lo experimentamos de continuo en nuestras vidas. Un ejemplo: Un joven al terminar sus estudios necesariamente debe marchar del hogar familiar para poder empezar una nueva vida. Cambia no solo de domicilio, sino de ciudad -tal vez de país-, de costumbres, de relaciones con otras personas y con animales, de estilo de vida y de organización del tiempo y del espacio. Hay “algo que nunca puede detener sus ansias de volar”, como cantaba Nino Bravo. Para sus padres en especial es doloroso porque deben asumir que su hijo ya no es de “su propiedad”. Se ha ido. Tal ausencia en ocasiones es muy costosa. Pero el hijo ausente no está muerto. Lejos de eso, su vida está avanzando en otra dirección, necesaria para su crecimiento, aun cuando exija un drástico desarraigo físico; desarraigo solamente corporal.

Recuerdo a este propósito los versos de un compañero: “Aléjate de mi vista, no me quites tu presencia”. ¿Es absurdo lo que dice? Paradójicamente, no lo es. Suele ocurrir que la distancia aproxime a las dos partes, incluso más de lo que estuvieron antes. Pero, eso sí, de muy diferente manera.

Todo aquel que debe marchar debería decir a los demás las palabras que Jesús dijo a sus discípulos en la noche anterior a su muerte: Os conviene que yo me vaya. La fría desaparición de la despedida cede el paso a un encuentro más profundo que ya no depende de la proximidad física. Un adiós es, pues, un pasaje, no un final. Lo que importa es lo que se inaugura, no permanecer mirando al retrovisor.

Esto resulta cierto de una manera conmovedora en la despedida con ocasión de la muerte. Por supuesto que en un funeral las repercusiones emocionales son de mucho más voltaje, pero la dinámica es la misma. Se está produciendo un cambio fundamental en la relación. En el caso de la muerte, por lo general se tarda cierto tiempo antes de entender que esto fue una transformación misteriosa, no una destrucción irreversible.

Los adioses, funerales incluidos, no son absurdos. Pueden serlo, por supuesto, cuando esa despedida es causada por el odio, el abuso o la violencia. Pero cuando el adiós es el resultado natural del ciclo de la vida misma, la muerte es de hecho una parte del rico, inefable y paradójico misterio del amor. Y no es lo último. Es puerta de paso.

 

Juan Carlos cmf

(FOTO: Mantas Hesthaven)

 

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