Licorice pizza

Una historia muy sencilla puede dar lugar a una película agradable. El más que repetido esquema “chico conoce chica, chico y chica viven encuentros y desencuentros… se enamoran y terminan juntos” ha funcionado en muchas producciones desde hace décadas. Pues Paul Thomas Anderson se empeña en repetirlo en su última película titulada Licorice Pizza (el título remite a los discos de vinilo que se vendían antes de que llegaran los compactos, y a la época en que estaban en auge en Estados Unidos, en los años setenta del siglo XX, donde se sitúa la historia).

Gary y Alana se conocen casualmente (ella trabaja en un laboratorio fotográfico y va al instituto donde estudia él para realizar las fotos de los alumnos para el anuario escolar). El desparpajo del muchacho vence la resistencia inicial de ella que, a pesar de la diferencia de edad de ambos, comienzan a verse, congenian, se implican en proyectos comunes, se separan, parecen distanciarse definitivamente, vuelven a acercarse… En poco más de dos horas Paul Thomas Anderson narra la historia de su relación sin excesos, con la simplicidad de las cosas ordinarias.

Licorice pizza es luminosa y feliz. Las sucesivas situaciones vividas por sus protagonistas y el ambiente en que se mueven emparenta esta película con American graffiti, afortunada incursión del posteriormente galáctico Georges Lucas. A tono con su título nos regala música de la época y un sabor a cine de otro tiempo, con toques de los años setenta y situaciones que remiten al cine de aquellos años.

Resulta en algún punto sorprendente la propuesta del realizador, teniendo en cuenta las películas que nos ha ofrecido anteriormente. De manera particular podemos recordar la dureza de Pozos de ambición, tan alejada de esta película. Aquí nos regala un guion lleno de giros, tal vez demasiado localistas, algo enrevesados, incluso poco creíbles, que pueden dejarnos indiferentes y dan pie a contemplar las interpretaciones histriónicas de Sean Penn, Bradley Cooper y Tom Waits, protagonistas de unas escenas que pretenden hacer referencia a personajes reales, pero se revelan algo prescindibles, no sé si dirigidas a alargar la historia hasta una duración estándar, que termina superando. Por otra parte, la inventiva de Gary (que se implica en negocios varios, algo creíble a medias en un joven de su edad) y los diversos devaneos de Alana se me antojan simples recursos de guion. Es cierto que P. T. Anderson ya nos ha ofrecido alguna película cuyo guion evidencia una peculiar forma de retratar un mundo propio.

Los dos protagonistas, Alana Haim y Cooper Hoffman (hijo del fallecido Philip Seymour Hoffman, protagonista de algunas películas anteriores del realizador) se muestran como los intérpretes ideales y es evidente la química que surge entre ellos, inmersos gracias al guion de Paul Thomas Anderson en situaciones que nos pillan muy lejos, como lejana es la época que viven, y quizá algo fuera de este tiempo la forma en que se cruzan y descruzan sus caminos, senderos paralelos que parecen distanciarse, acercarse, distanciarse…

Es agradable de ver, no obstante, aunque entiendo que no será del gusto de todos los paladares.

 

Antonio Venceslá Toro, cmf

 

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