Las virtudes de los defectos

Muchos, casi todos, tendemos a ser perfeccionistas. Ello origina el que, en secreto o en abierto, odiemos nuestros propios defectos y sombras. Los escondemos, los negamos o los maquillamos con disculpas. Por más que silenciemos su existencia y reconocimiento, no dejamos de autocriticarnos hasta tal punto que esa intracrítica se vuelva excesiva y nos hiera de forma inaguantable. Nos deja exhaustos la convicción de que nunca seremos capaces de quitarnos de encima su maldición.

Aunque esa suele ser una tendencia generalizada, hay también quienes saben sacar provecho de sus fallos y taras. La historia nos pone por delante infinidad de personas que pueden demostrarlo con hechos. Una chica supertímida, para quien era un angustioso problema tener amigas y socializar con ellas, ir a comprar el periódico o saludar a los vecinos en el ascensor …, se inscribió en el club de lectores y le dio por aprender música en el conservatorio. Eso le fue abriendo contactos, amistades. Su maldita inseguridad le obligó también a trabajar duro. Pero estaba motivada. La frase que más se repetía era ésta: “Te apuesto a que no puedes”; y, por supuesto, podía. Competir con un mismo obra verdaderos milagros.

Según un proverbio chino, cuando Dios desea enviar desastres sobre los humanos, los llena de virtudes para ver cómo sobreviven a ellas. En cambio, cuando los quiere bendecir, los dota de defectos. No seamos crédulos: Los santos nunca han tenido “madera de santos”. Encontramos infinidad de ejemplos que van en esa línea: El cura de Ars a pesar de su medianía intelectual llegó a ser un grandísimo sacerdote y consejero. El P. Claret, bajito y no bien parecido hasta el borde del complejo, fue un incansable misionero popular. San Alfonso María Ligorio era persona de muy mal carácter que logró dominar. San Agustín tenía muchas debilidades y fue un gran pecador antes de su conversión. Santa Teresita del Niño Jesús era terca a más no poder, pero subió. La lista es interminable. Quien no quiera ver defectos, ya puede empezar a irse al desierto.

Esto me da a entender que, en no pocas ocasiones, los defectos son tan útiles o más que las virtudes. Alguien lleno de ellas se duerme en los laureles y no llega a nada. En cambio, otros con mil impedimentos se rebelan contra ellos y casi siempre terminan ganándoles la partida. Decía San Pablo que “para los que aman a Dios todo les sirve para el bien” (Rom 8, 28). Si excluimos a Cristo, todo hombre o mujer tiene una buena montañita de defectos. Pero, según Bossuet, “el defecto que más impide a los hombres el poder progresar es no darse cuenta de lo que son capaces”. Por fortuna, encontramos a personas que sí han sabido rentabilizar sus propios límites y carencias. Ellos nos demuestran que tenemos más alma de la que sospechamos. Por ello, recomiendo que debemos ser muy devotos de los defectos de los santos.

Juan Carlos cmf

(FOTO: Ulrike Leone)

 

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