Las niñas bien

El cine mejicano tiene una historia recordable, gracias a Luis Buñuel, Luis Alcoriza o Emilio Fernández. Más recientemente realizadores mejicanos han alcanzado la cúspide del éxito internacional (Alejandro González Iñárritu, Guillermo del Toro o Alfonso Cuarón) con un cine ajeno a la realidad nacional (exceptuando el regreso a la memoria de su infancia que el último de ellos realiza en Roma). Pero hoy hay cine más allá de estos exitosos representantes. La realizadora Alejandra Márquez Abella propone en Las niñas bien una historia situada en el mundo elitista de las clases altas, de banqueros, clubs de tenis, fiestas y viajes a Nueva York para renovar el vestuario.

La protagonista, Sofía, y su grupo de iguales viven como si todo les fuera debido, inmunes a cualquier forma de sacrificio. Son elitistas, orgullosas de serlo, y recelosas de quien quiere subirse a su tren de vida desde actitudes que consideran indignas de su condición. Hay mucho de miseria y mezquindad en sus tertulias mientras desayunan o toman un aperitivo después de sus juegos en el club de tenis, o flirtean en sus fiestas de cumpleaños.

Pero si todo transitara por este camino poco nos ofrecería la película. Pero no es así.

La historia sucede durante los años que gobernó en Méjico José López Portillo (presidente desde 1976 a 1982). La política de este presidente derivó en una crisis económica que afectó –volvemos a la historia de Las niñas bien– en Sofía y su marido que se vieron arruinados y sufriendo cómo su estilo de vida quedaba sin cimientos. La deriva existencial que vive esta mujer venida a menos es el eje de la película. Cuando desaparecen las cuentas corrientes y las tarjetas de crédito pierden su valor solo le queda la representación y el autoengaño: vivir su vida simulando lo que no es, envidiando a quien antes despreciaba, huyendo hacia adelante no queriendo aceptar la evidencia. Pero tarde o temprano las cosas se imponen y no queda más remedio que abrir los ojos que se empeñaba en mantener cerrados. Hay algo de simbólico en esa lluvia torrencial bajo la que Sofía termina reconociendo su derrota.

Mucho del valor de esta película hay que reconocerlo a un guion (obra de la misma directora) que no carga las tintas del desprecio y acompaña sin distanciamiento a su protagonista (lo que no quiere decir que empatice con ella) y a la interpretación de Ilse Salas que circula por las imágenes como si flotara en una nube de irrealidad, primero, y se hundiera en el fango de su propia indignidad, después. Película premiada en algún apartado en el festival de Málaga de 2019 nos demuestra que el cine mejicano existe más allá de la triada exitosa mencionada al inicio de este comentario.

 

Antonio Venceslá Toro, cmf

 

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