Se cuenta la siguiente historia, que quizás sea una leyenda, sobre santa Teresa de Jesús. Un día se le apareció el demonio bajo la apariencia de Cristo. Pero no logró engañar a Teresa ni por un segundo. Ella lo rechazó de inmediato. Antes de largarse, el demonio le preguntó: -”¿Cómo te diste cuenta? ¿Cómo estuviste tan segura de que no era Cristo?”. Teresa le respondió: -”No tenías llagas. Y Cristo las tiene”.
¡Cristo tiene llagas! Y también las tienen todos aquellos que viven como Él. ¡Eso es sabiduría evangélica! Enseñar cualquier otra cosa es engaño. Nuestra cultura identifica rápidamente la falta de salud, o el deterioro físico, emocional o social con una forma de vida indeseable, desagraciada e inútil. Muchos coinciden con el poeta: “¡No puedo cantar, ni quiero a ese Jesús del madero, sino al que anduvo en la mar!”. El símbolo de la vida deseable y envidiada es el cuerpo perfecto y olímpico de una estrella de Hollywood eternamente joven, sin defectos que puedan humillarla, en lugar de los cuerpos deformes y arrugados que han quedado desfigurados con arrugas y cicatrices como resultado de entregarse y dar vida a otros. El cuerpo de Cristo “no tenía apariencia ni presencia… no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable y no le tuvimos en cuenta” (Is 53, 3). Y sin embargo, sus heridas permanentes nos seguirán curando.
Por eso, cuando Jesús resucitó de entre los muertos, lo primero que hizo fue mostrar a sus discípulos sus llagas, ya glorificadas, pero que habían resultado extremadamente humillantes en su pasión. Para volvernos espiritualmente astutos como lo era santa Teresa de Jesús, debemos comenzar a comprender que Dios brilla en todo su esplendor en la kénosis y humillación, sin miedo a los desprecios y burlas de este mundo. A Cristo podemos reconocerlo, sin ningún margen de error, por sus llagas sanadoras.
Sus llagas nos revelan a todos que llegamos a ser felices dejando de buscar la felicidad como quien excava una mina… No somos felices porque seamos felices…, sino porque somos amados como no podemos imaginarnos y podemos amar aunque nos duela y suframos desgastes y pérdidas…, porque nuestro corazón tiene una casa…, y el Dios del crucificado, las manos calientes…
Juan Carlos Martos, cmf