Se preguntaba Antonio Machado en uno de sus poemas: “Mientras la guerra pasa, ¿quién sembrará la tierra?, ¿quién segará la espiga que junio amarillece?”. Pues a ello responde el realizador francés Xavier Beauvois (que ya nos ofreció en 2010 una de las películas más hermosas y profundas que recuerdo, De dioses y hombres, relato de la muerte de los monjes de Tibhirine). Con un estilo contemplativo y cadencioso similar a la película citada, Beauvois nos presenta a las guardianas de la tierra y segadoras de las espigas que granan. Durante la primera guerra mundial en una pequeña comunidad rural francesa, las mujeres son quienes tienen que asumir los trabajos del campo, porque los hombres, esposos e hijos, se encuentran en su mayor parte en el frente.
Esa es la línea argumental de Las guardianas: en la granja familiar solo permanecen la matriarca y su hija, guardando la ausencia de los hombres de la familia. Un anciano parece convivir también con ellas sin que en ningún momento se aclare bien el parentesco que les une (¿tal vez el marido ya demasiado mayor y achacoso para trabajar en las labores del campo?). Para recibir ayuda, la dueña de la granja, una mujer que parecer honrada y juiciosa, contrata a una joven que desde el principio se revela trabajadora y capaz. La relación casi materno-filial entre estas dos mujeres modula buena parte de la película, hasta que circunstancias imprevistas tuercen el rumbo.
Y así transcurren los minutos de esta larga película: el curso de las estaciones, el amarillo intenso de las mieses que se cosechan (hay planos que parecen sacados de un cuadro de Millet), el color ocre de la tierra arada, la siembra de los campos, el blanco de la nieve; el regreso de los hombres de la casa que vienen de la guerra por un breve tiempo, antes de volver al frente, trayendo consigo sus nostalgias y miedos; las noticias tristes de los fallecidos en el conflicto; las relaciones amorosas que surgen; también las rupturas, enemistades, incomprensiones, alejamientos…
Se construye Las guardianas con un ritmo pausado, a tono con sus imágenes: largos planos de los campos, ocres, blancos, verdes, amarillos; una cámara que se detiene en capturar gestos (el ordeño de las vacas, la preparación de la comida, las oraciones que concluyen el día…) Todo parece muy sencillo, adornado con la normalidad de lo cotidiano, sin que apenas nada perturbe el desarrollo de lo que sucede; y cuando es así, apenas hay rebeldía o interrogantes.
Antonio Venceslá,cmf