“LA TIERRA, MADRE Y HERMANA”

Brindemos por las Naciones Unidas, que tuvieron la feliz idea de proclamar los «años» de las montañas, del agua, de los bosques…

Y saludemos a San Francisco, príncipe de los ecologistas, que amaba fraternalmente a todos los seres creados y daba a la tierra el cariñoso nombre de “madre” nuestra.

Las criaturas, efectivamente, son nuestras compañeras, parientes y «hermanas», una vez que la existencia de ellas y la nuestra se implican mutuamente. Esta complicidad nos lleva a actuar como administradores de la naturaleza y no como señores absolutos; desinteresadamente y no acaparando; sin espíritu destructor, pero con respeto y asombro por las montañas y los ríos, los bosques y los mares, los animales y las plantas.

¿Y no merece la tierra el título de «madre»? Ella nutre y alimenta a todas las criaturas con su amor intenso y su fecundidad sucesiva. De ella depende nuestra supervivencia, sustentación y vida. Pero el desgaste motivado por el exceso de consumo la va destruyendo y agotando. Me temo que su vientre algún día ya no podrá desentrañarse en cataratas de ser y quedará exhausto e infecundo, desertificado e improductivo para las generaciones futuras.

A lo largo de los tiempos, la relación con la naturaleza se inspiró en dos textos bíblicos, siendo el primero de ellos el mandato de Dios al hombre y a la mujer: «Llenad la tierra y dominadla». Esta frase justificó a veces un tipo de dominación agresiva hacia la naturaleza. El dominio de la creación se convirtió en tiranía sobre las criaturas.

El segundo texto, afortunadamente, nos llevó a revisar actitudes y procedimientos: «Dios puso al ser humano en el jardín para ocuparse de él». Durante siglos, el cultivo de los campos y la reproducción de animales, dentro del empeño por la conservación y embellecimiento de la naturaleza, fueron considerados como una nueva creación, en algunos casos transformando desiertos y silbados en bosques, huertos y jardines.

Con la revolución industrial el escenario empeoró. El crecimiento de la población y, sobre todo, el aumento del consumo de energía ha desencadenado una explotación ilimitada de los recursos naturales y la contaminación del medio ambiente. La alarma sonó con estridencia: el agotamiento de la naturaleza y la contaminación del agua y del aire alcanzaron niveles peligrosos, si no irreversibles. Los efectos del calentamiento global, por ejemplo, son más devastadores que el ataque terrorista a Nueva York o que las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasáki.

Al mismo tiempo, parece que los habitantes de los países desarrollados están cambiando de especie: de seres inteligentes y libres a meros animales de producción y de consumo. Son orientados desde la infancia para volverse derrochadores. La publicidad les va multiplicando los deseos y segregando nuevas necesidades.

Y, más grave aún, el disfrute de los bienes es delictivamente desigual entre países ricos y países pobres. En muchas partes del mundo hay hambre, no por falta de recursos sino por ser mal distribuidos. El avance de la ciencia y la tecnología, y el dominio del universo, no han producido bienestar para todos. La tierra no se volvió mejor lecho de reposo ni la ola del océano más acogedora y limpia. Algunas personas viven demasiado bien, porque otras viven demasiado mal. Unas nadan en lo superfluo, porque otras carecen de lo necesario. Si algunos ricos no viven más simplemente, muchos pobres no podrán simplemente sobrevivir.

Tal vez por todo esto, crece el número de hombres y mujeres soñando con una nueva sabiduría. Un nuevo estilo de vida en libertad, frente al poder y al dinero. Una opción por la simplicidad en la comida, en el vestuario, en los medios de transporte, en los instrumentos de trabajo, en las diversiones y en el ocio. Una nueva conciencia del «espíritu de la materia» del que hablaba Teilhard de Chardin: «cuando el ser humano destruye algo, se destruye a sí mismo, y cuando crea algo, se desarrolla a sí mismo». Oliendo la tierra, sintiendo la palpitación del humus, se vuelve más humano.

Al «hombre consumidor», esclavo de necesidades ficticias, acumulador insatisfecho, se opone el «hombre servidor» que aspira a «ser» más fraterno y solidario. El arte de la sobriedad cuadra perfectamente con la belleza, la verdad y la alegría de vivir.

Este es el camino: tratar como miembros de la “familia”: al aire “hermano” y al río “hermano”, al buey “hermano” y al pez “hermano”; confraternizar respetuosamente con los árboles “hermanos” e incluso con las bestias “hermanas”; vivir con sobriedad, como signo de comunión -amorosa y compasiva- con la tierra, nuestra “madre” y nuestro seno.

Por encima de todo eso, sin embargo, importa mirar con amor nuevo a los hermanos «de sangre y de alma» que son los otros seres humanos. La ecología está de moda. La falta de la moda poner el amor universal.

 

Abílio Pina Ribeiro, cmf

(FOTO: Elena Mozhvilo)

 

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