La Rana de Salamanca

En meditaciones antiguas sobre el Infierno se aplicaba a Platón y Aristóteles una sentencia fulminante: “Ay de ti, si eres alabado donde no estás y atormentado donde estás”. Se quería decir que esos genios de la filosofía eran aplaudidos en las Universidades y padecían en el Infierno.

Además de la tontería de condenar a la perdición a los dos incomparables Maestros -también había quienes los erguían hasta los pináculos del cielo- la máxima traduce bien la comedia del día a día. Un gobernante, un arquitecto, un gestor público, un educador, en el lugar donde están, en la función que ejercen, raramente son reconocidos como valores y, menos aún, elogiados. Cierto es que, a veces, les lanzan rosas e incienso, pero, tan pronto los ven lejos, los acribillan. Los homenajes que se rinden a los fallecidos no compensan los huevos podridos y las calumnias que les lanzaron durante en vida.

Me hace gracia esta manía, o simplemente mal gusto, que tienen los humanos de cerrar los ojos a la belleza y a la virtud para abrirlos a media docena de cosas repugnantes. Se nota más en dos hierbas que acechan en medio del jardín que en la maravilla prodigiosa de las flores. Si después de un partido bien dirigido durante noventa minutos el árbitro no ve un fuera de juego, aquí del rey que es ladrón e hijo de tal madre. Se mata a un ciudadano a servir a la Patria y entregándose por sus semejantes pero ese heroísmo permanece oculto, mientras todas las miradas se centran en el resultado de un pequeño error.

En la fachada de la capilla de la Universidad de Salamanca el escultor colocó allí en lo alto, casi desapercibida entre los rendimientos de piedra, una pequeña rana. Un día cuando el guía estaba ocupado en mostrarla a un grupo de turistas, pasa Unamuno y comenta: “Malo es no ver la rana. Es peor, sin embargo, ver únicamente la rana”.

De hecho, manda la elegancia y la caridad que se mire en su todo la obra maestra y no se fije tan solo la rana, el capricho, el detalle insignificante.

Es aún más inelegante mirar al prójimo con los ojos entornados o desde un ángulo incorrecto. Los seres humanos, como los vitrales, contemplándolos de manera justa, constituyen bellas imágenes, coloridas, apasionantes; pero no pasan de una amalgama de riesgos inconexos y grises cuando se los mira al revés.

En medio de la oscuridad -decía alguien- brillan siempre estrellas para quien tenga ojos para ver el firmamento; en un campo devastado brotará siempre una flor para los que saben contemplar. Bien feliz sería el mundo si las palabras “envidiar” y “competir” fueran sustituidas por “apreciar”, “aplaudir”, “engrandecer”. Tener una opinión favorable nos ayuda a continuar la escalada, multiplica las energías y aumenta considerablemente las probabilidades de éxito.

¡Cuántos inventos se han puesto en marcha gracias a la simpatía de quienes han sabido descubrir, en el borrón imperfecto o en el embrión, la obra de arte o el germen de una creación audaz!

Como observa un buen amigo mío, no se levanta a un enfermo por la parte herida del cuerpo; ni se reconstruye un edificio a partir de un muro que se desmorona, sino que empezando por donde hay pie firme, estabilidad, seguridad.

Tenemos que imitar a las madres: con una bofetada corrigen a su hijo, lo lavan de su culpa; pero luego viene el beso, que sana y reanima.

Solo ganamos con esta actitud magnánima hacia nuestro semejante. Pues quien enciende una luz es el primero en beneficiarse de su claridad. Y luz que alumbra uno, alumbra cien o mil.

 

Abílio Pina Ribeiro, cmf

 

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